Las Reliquias de la Muerte

‘Harry Potter y las reliquias de la muerte’ tiene cosas buenas y cosas malas. Vamos a empezar por el mazazo: es un soporífero, profundo y desgarrador truño. Lo que viene siendo un mojón desproporcionado, de esos que te hacen sentir como el imbécil que, en la Última Cruzada, se pimpló la copa de vino en el cáliz equivocado. Es, para que nos entendamos con la suficiente solemnidad, lo que todos esperábamos de la séptima película de la saga: un despropósito narrativo.

Una vez más, los correligionarios de Hogwarts les abordarán con cañonazos del tipo: “no tienes ni idea, si hubieras leídos el libro…” No se dejen engañar: la novela puede ser preciosa, la película no tiene perdón. Mira que el arranque no está mal: una persecución por los cielos de Londres muy prometedora. Pero, a partir de ahí, cuesta abajo, sin frenos y sin ningún hechizo que nos salve del topetazo.

La película es honesta con la filosofía que la produce: sacar pasta de la gallina de los huevos de oro. En vez de terminar de una puñetera vez con la insufrible historia del mago, nos cascan dos horas y media de escenas estiradas y diálogos parsimoniosos para dejarnos, al final, con la misma cara de tontos con la que entramos. Y con el objetivo cumplido: “Dentro de seis meses volvemos a pagar la entrada en taquilla, que ya habrá que ver cómo termina”.

El guión, una vez más, carece de ningún rigor y cualquier complicación se resuelve con un nuevo artefacto del que nunca antes habíamos oído hablar. Los personajes secundarios son un chiste y el trío protagonista queda en un quiero pero no puedo, como si supieran que los diálogos son tan inertes como la nariz de Voldemort. En serio, fíjense en cómo los silencios se estiran hasta el infinito… ¿Cómo una película sobre magia puede ser tan aburrida?

Las cosas buenas: la banda sonora es excelente; gracias, Desplat. Hay un pequeño corto de animación precioso -para explicar qué carajo es eso de las reliquias de la muerte-. Y no es en 3D.

Lo que sé de Harry Potter (y III)

Les debía una anécdota del amigo Harry Potter. En concreto, la de cuando coincidimos juntos en la plaza de Leicester Square, en Londres. Verán. El invierno de 2005 fue especialmente frío en la tierra del ‘godsavethequeen’ y el té a las cinco. Recuerdo pasear por Oxford Street ataviado con tres capas: abrigo, bufanda y gorro. Pero no era suficiente. Mi amigo Bruno y yo planeábamos darnos una vuelta por el centro y, si encartaba, ver una película en el Prince Charles -ya les hablé del cine, una maravilla: entrada y cerveza, una libra-.

Galopábamos por la gélida Albión cuando nos topamos con una panda de jovenzuelos españoles con pancartas, escobas y cicatrices pintadas en la cara. Claro, pese a que encontrarse compatriotas en Londres es harto sencillo, es inevitable inmiscuirse en una conversación con ‘eñes’. “Me muero de ganas de ver a Daniel y a Rupert, ¡¡aiiinnns!!”

La curiosidad nos pudo y, sin saber muy bien por qué, les seguimos hasta la plaza ya mencionada: Leicester. Eran como las 13:00 horas, más o menos. Y sí que había mucha gente, pero no tanto como agobiar. Por lo visto, esa tarde era la premiere de ‘Harry Potter y el cáliz de fuego’, y todos los actores iban a pasar por allí.

La chorrada nos pareció simpática y decidimos quedarnos con la patulea de fans del mago de Hogwarts venidos de todos los rincones del planeta. La primera hora fue soportable. Incluso gracioso lo de ver a tantos ‘maggles’ vitoreando a la saga, como si se tratara de Star Wars o alguna película de verdad. Luego, como era de suponer, la cosa se puso mal: los ingleses se contaban a miles. Miles y miles de pelirrojos empujando cual hooligan en celo. Con la llegada de la noche, el frío se hizo insoportable y el hecho de que se pusiera a diluviar no ayudó.

Después de cuatro horas esperando -y con una considerable sensación de estupidez a mis espaldas-, Daniel Radclife pasó a nuestro lado y no nos saludó. Sí, lo sé, vaya asco de anécdota. En consonancia con el tema.