Spartacus

De un tiempo a esta parte, ‘Spartacus’ se ha convertido en un tema de conversación recurrente en la pandilla. Sucede algo parecido como con los Simpsons (ya saben, según la estadística, en todas las charlas termina apareciendo un símil a los amigos de Springfield: “es como aquel capítulo en el que Homer engorda”, “es como cuando Maggie mata al señor Burns”, “es como cuando Bart monta una guerra contra Nelson y terminan comiendo magdalenas”). En fin. No creo que exista nadie sobre la faz de la tierra que se atreva a defender ‘Espartaco: Sangre y Arena’ bajo criterios objetivos. Es cierto: hay violencia desmesurada, sexo patológico y blasfemias cacofónicas. Pero por alguna extraña razón, la serie de marras apasiona a la mitad basta, simple y primitiva de la humanidad: los hombres. Y sí, soy un hombre.

En serio, es superior a mis fuerzas. He de confesar que el primer capítulo me resultó una chorrada considerable que buscaba la comparación rápida con ‘300’ y ‘Gladiador’ -el parecido es evidente-. Después de ver el episodio decidí no seguir ni un solo minuto más de tal bazofia. Pero entonces comenzó el efecto ‘Jupiter’. A saber: uno, que se mueve en distintos ámbitos, tiene comprobado que los gustos nunca coinciden en todos los ambientes. Siempre hay diferencias. Sin embargo, pasaban las semanas y más gente, sin nada en común, me hablaban de la serie. Y siempre terminaban su exposición con un exabrupto que, admito, me enamoró: “Por la polla de Jupiter”.

Esa gente, por supuesto, eran hombres -más o menos barbudos-. El granito de arena lo terminó de poner un compañero de la redacción que, cargado de adrenalina, me decía: “El episodio cuatro, tío, llega al episodio cuatro”.

Miren ustedes gentes de bien. No lo vamos a negar. Señoras y señoritas, sí: ‘Spartacus’ nos gusta porque es burra, visceral e incorrecta. Encima, tiene una historia divertida, repleta de traiciones y juramentos de honor que implican la muerte de sus protagonistas. Esas cosas nos encantan, entendedlo.