Hanna

Rousseau estaba convencido de que la bondad del ser humano no depende de la corrupción que le rodea. El filósofo sostenía que la educación es el arma básica para sobrevivir a la manipulación, al delito y a la tentación de la baraja trucada. No convertirnos en tahures es cuestión de haber leído, de haber tratado, de haber sentido. Incluso, Rousseau creía en la redención del hombre a través de la empatía: la espada más afilada convertida en el escudo más recio.

Atrapada en un páramo helado, Hanna (Saoirse Ronan) desconoce qué hay más allá del invierno. Su padre (Eric Bana) le enseñó a leer, escribir y cazar. Pero también artes marciales, idiomas y balística. La adolescente es, sin saberlo, una espía perfecta. Cuando llega el momento de abandonar, por fin, el nido, ambos separan sus caminos. Él le da una única clave: “en cuanto salgamos, van a ir a por ti”. A partir de entonces comienza un peregrinaje, casi una huida permanente, hacia la verdad que esconde la pregunta: ¿Quién es Hanna?

‘Hanna’ es un cuento adulto. Un ensayo sobre la inutilidad de una educación perfecta -sobrehumana, incluso- si no va acompañada de un abrazo, de una caricia, una tarde de risas, un beso sisado o un atardecer transformando nubes en dragones. Y de libros que te hagan llorar, películas que ericen el vello, pinturas que eleven el alma, templos que empequeñezcan la figura o canciones que embelesen la lluvia. Amor y Arte, al fin.

Joe Wright cambia el drama de época y la reflexión (‘El Solista’, ‘Expiación’, ‘Orgullo y Prejuicio’), para dirigir un filme de acción al ritmo de los chicos de Chemical Brothers. Un experimento que le da muy buen resultado, convirtiendo a la película en una de las sorpresas de la temporada. Especial atención para ella, Saoirse, que se está granjeando una carrera magistral.

Camino a la libertad

El día que llegamos a Santiago la sensación era inequívoca: éramos invencibles. No fue nada nuevo, después de veinte días madrugando para caminar treinta kilómetros, cada meta alcanzada provocaba una emocionante algarabía; un júbilo comparable al del héroe que consigue llegar vivo a los títulos de crédito. Sin embargo, para alcanzar la dicha, había que sufrir una frustrante concatenación de estados de ánimo: pies destrozados, sueño, desgana, miedo, impotencia, despedidas amargas… pero sobre todo, la terrible sensación de no poder volver la vista atrás: sólo valía seguir.

‘Camino a la libertad’, la última película de Peter Weir (‘Master and Commander’), es un peregrinaje que todos, personajes y público, estamos obligados a terminar para obtener la recompensa. Es indiscutible: la cinta se hace larga, lenta e, incluso, en algunos momentos, se atraganta en la garganta de un espectador abandonado a su suerte. Pero al final, tras más de dos horas arrastrando los pies, hay plenitud. No es instantánea. Llega después, mucho después. Cuando eres consciente de que la historia de Weir fue real. Que hubo ocho personas que se fugaron de una gélida prisión en Siberia, cruzaron el angustioso y sediento desierto y que, sólo tres de ellas, consiguieron alcanzar la India, contra viento, hambre y marea.

Desde el primer segundo de la cinta sabemos cuál es el guión y cómo va a acabar. Unas letras blancas sobre un fondo negro nos avisan: “En 1939 tres presos escaparon de Siberia y llegaron a la India. Esta película está dedicada a ellos”. Weir decide librarse así del peso de la narración para centrarse en lo que realmente conlleva un peregrinaje: las sensaciones. Pese a los preciosos paisajes -avalados por National Geographic- que rodean a los actores, es inevitable pasarlos por alto y sentir la boca seca cuando no hay agua, la repugnancia de tragar un gusano o las puñaladas de un frío que bloquea la mirada.

Por eso, al llegar a casa, recostado en un cómodo sofá, vuelven las caras de Jim Sturgges (‘Across the Universe’), Ed Harris (‘Una mente maravillosa’) y Saoirse Ronan (‘The Lovely Bones’). Y, entonces, comprendemos la hazaña de sus personajes y el poder de sus interpretaciones. De alguna manera metafísica, somos más fuertes, como todo el que consigue terminar un largo y azaroso camino.

The Lovely Bones

Dudo que exista un libro, película o canción capaz de servir como terapia ante la muerte de un hijo. Soy incapaz de imaginar lo que se debe sentir al mirar a tu alrededor y ver el alma de una persona vagabundeando por los objetos, las costumbres y el rastro que dejaron en la habitación de al lado. ‘The lovely bones’ es un drama que explora ese lugar onírico, entre el cielo y la tierra, en el que las almas esperan su redención.

Peter Jackson parece que toma la inspiración de aquel diálogo de ‘El señor de los anillos: Las dos Torres’, cuando Theoden dice, entre lágrimas y sollozos: “Ningún padre debería asistir al funeral de su hijo”. Susie Salmon (Saoirse Ronan) es una adolescente de 14 años que, nada más empezar la película, nos avisa de su asesinato inminente. Los 40 primeros minutos de ‘The Lovely Bones’, magistrales, describen cómo muere la niña, culminando con una escena absolutamente brillante protagonizada por ella y el asesino (Stanley Tucci).

Lejos de abusar de la técnica y el croma, Jackson dibuja con mimo un rincón celestial para Susie Salmon. Una sala de cine desde la que la pequeña podrá ver la película de su vida y seguir los pasos de sus seres queridos. Su padre (Mark Wahlberg), tomará las riendas de la investigación para encontrar al asesino de su hija.

La tensión del primer tercio de la película se desinfla en el nudo, cambiando el terror psicológico y el drama humano por una sensación de que Jackson pierde un poco el norte de su historia. Rachel Weisz, que interpreta a una madre desconsolada, queda al margen de las dos horas de metraje. Susan Sarandon, la abuela, pone el toque de un humor con un papel por el que no será recordada.

‘The Lovely Bones’ es el duelo. El proceso de aceptación y superación personal ante la única tragedia humana que no es combatible. Una búsqueda de la justicia divina como liberación de la venganza. Es, sin duda, una película terrorífica.

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