La película de Twitter

En los próximos días vamos a hablar de Twitter. La sola idea parece extraña: ¿tanto diálogo puede provocar una red social que únicamente permite utilizar ciento cuarenta caracteres? Visto lo visto, no es un mero diálogo. Es una revolución. Un estilo de concebir el mundo para una generación perfectamente hilvanada a través de perfiles, páginas, grupos y clicks fortuitos. Será la Historia la que juzgue la herencia que dejemos en los libros de texto. El tiempo dirá de qué sirvió todo esto: la Red. Pero hoy, permitan el atrevimiento -quizás la ignorancia-, creo que la idea de Twitter nos define. No el Twitter en sí; la idea que porta. Su esencia.

Pasan los años y sigo fascinado con la escena final de ‘La red social’ (David Fincher, 2010). Ese Eisenberg transmutado en Zuckerberg, anclado sobre un codo nómada en una pomposa sala de reuniones, ajeno a la vida, pendiente de la pantalla del portátil. Sin parpadear. Con la vista perdida más allá de lo que su muro de Facebook significa, en otro lugar, otro despacho, otra mesa, donde una chica sigue sin aceptar la solicitud de amistad. Y Zuckerber, esclavo, vuelve a pulsar F5.

Seguimos siendo humanos. Hacemos justicia a las teorías de Darwin y evolucionamos sobre un patrón que impregna nuestro adn: necesitamos el contacto. Necesitamos gente, personas que compartan fracasos y éxitos, seres con manos y ojos en la cara a los que mirar y decir “sí, no estoy solo”. Es como la maravillosa obsesión del protagonista de ‘Hacia rutas salvajes’ (Sean Penn, 2007), que rajaba la misma roca para dejar constancia: “Supertramp estuvo aquí”.

Eso hacemos ahora, lo mismo que hemos hecho siempre. Lo que antes hicimos en cuevas, en pergaminos, en cartas, troncos, apuntes, blogs, periódicos, novelas y películas: dejar constancia. Interpelar al otro, comunicarnos y adaptar el mensaje al medio. Refrescando la página a cada rato, pulsando F5, con la esperanza de que haya alguien al otro lado que haya sido consciente. Y, de vez en cuando, encender la chispa que inicie la revolución.

Vamos a hablar de Twitter. O, lo que es lo mismo, de nuestros mensajes y nuestra forma de enviarlos, de hacernos notar, de dejar huella. De hacernos querer. De cambiar.

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Gangster Squad

Gangster Squad. Bien. Dibujemos rápidamente una enorme línea en el suelo. A un lado están ustedes, nosotros, los espectadores. Al otro, la película. ¿Qué implica cruzar esa línea? Intentaré describirlo con certeza: el guion es malo. Malo como un político contando chistes o Enrique San Francisco interpretando a un héroe intergaláctico. Las intenciones son tan evidentes que rozan el insulto y los personajes son bazofia dibujada con Paint. El malo es muy malo y lo sabes porque dice cosas malas y pega a la gente; el bueno es bueno porque fue a la guerra y tiene el honor de un samurai; el guaperas es guay porque fuma y es elegante y parece salido de Mad Men; y la chica es atractiva y bondadosa pero tomó malas decisiones en el pasado y acabó en la cama del malo; y luego están los otros, los que tienen frases subrayadas con un rotulador fluorescente con un cartel pegado en la frente que dice: “sí, voy a morir para que me eches de menos y la vida te parezca un asco”. Las escenas de acción parecen parodias de sí mismas y los momentos heróicos, gags de José Mota. Da la sensación de que todo está rodado en el mismo lugar, pero cambiando las cosas de sitio, para que luzca distinto. Como si fuera una sitcom. Porque sí, da risa. Esa risa que entra cuando ves a adultos jugando a ser niños, a tus tíos bailando en una boda, y piensas que es patético, que no te lo crees, que todo es una broma pesada difícil de digerir.

No. No son ‘Los Intocables’ de Elliot Ness. Por favor, la duda ofende.

Ahora bien. Sucede un extraño e incomprensible efecto: a cada minuto que pasa le coges más cariño a los actores. Aceptes su penuria y, de repente, empiezan a parecer entrañables. Sí, son tus tíos bailando en una boda. Pero míralos, no tienen vergüenza, se lo están pasando como Los Chichos, pegando tiros y diciendo palabrotas. Están disfrutando jugando a ser policías y ponen caras raras y, si se fijan, parece que mirasen fuera de plano en busca de la mirada cómplice de sus madres: “¿verdad que lo hago bien, mami?”

Sí, es raro. Porque es mala. Mala con avaricia. Pero oye, que les pillé cariño a Josh Brolin, Sean Penn, Ryan Gosling, Emma Stone, Michael Peña, Anthony Mackie y Nick Nolte (menudo casting, ¿eh?). Y si ustedes consiguen tomarse ‘Gangster Squad’ así, como si fuera la función de fin de curso de sus niños, tal vez, y digo tal vez, consigan cruzar la línea.

El árbol de la vida (y III)

La simbología en la obra de Malik es la clave para generar una imaginería tan poderosa. Lo difícil es discernir si ‘El árbol de la vida’ es una película que justifica lo divino a través de la naturaleza o, más bien, todo lo contrario. Sea como sea, Técnicamente es una delicia audiovisual que convierte los elementos clásicos en complicadas herramientas semánticas. Casi sin diálogos, el filme crece a través de los monólogos de los distintos personajes, con una fuerte carga religiosa:

Brad Pitt es el padre estricto y meticuloso que mantiene al niño protagonista aterrado durante su infancia. Lo que hace que sintamos un enorme bienestar cuando le vemos abrazar y acariciar a sus hijos. Pitt es la representación del Dios tradicional, un inventor que registra patentes inspiradas en la naturaleza, severo con su familia pero, como él mismo dice en uno de sus pocos diálogos, “lo más bello que he creado”.

Jessica Chastain es la bondad. Una Virgen María que quiere a sus hijos por encima de todas las cosas. Siempre pura, siempre luz. El hijo que fallece al principio de la película y del que nace la reflexión de Malik es el Espíritu Santo, presente desde el principio hasta el final. Incluso cuando ya no está. Los tres forman una santísima trinidad de la que Malik se vale para identificar al ser humano dentro de la naturaleza. Y el niño, Sean Penn en su versión adulta, somos nosotros, a su imagen y semejanza, con todas las tentaciones, aspiraciones y contradicciones que eso conlleva.

La naturaleza está, desde el mismo título de la película, siempre presente. Una naturaleza joven, que vive la misma infancia que el protagonista (somos una especie joven).

La música, tanto los autores que Pitt pone en el toca discos como la que el propio Alenxandre Desplat compone para la película. Los primeros filósofos apuntaban que la música era el sonido del universo, la matemática más perfecta, el arte más puro: la representación humana de la naturaleza en su sentido más infinito.

Este lenguaje cifrado, entre lo bíblico y lo fantástico, me recordó poderosamente a ‘The End of Evangelion’ (anime japonés muy recomendable) e, incluso, cierto aire al final de Perdidos. 

El árbol de la vida (I)

El árbol de la vida (II)

 

El árbol de la vida (II)

“Era un niño que soñaba un caballo de cartón. Abrió los ojos el niño y el caballito no vio. Con un caballito blanco el niño volvió a soñar; y por la crin lo cogía… ¡Ahora no te escaparás!” La primera vez que leí el poema de Machado supe que se trataba de una canción infantil con una rima pegadiza. Años más tarde, presté atención: “Apenas lo hubo cogido, el niño se despertó. Tenía el puño cerrado. ¡El caballito voló! Quedóse el niño muy serio pensando que no es verdad un caballito soñado. Ya no volvió a soñar”. Y entonces, sin lugar a duda, comprendí que trataba de la vocación, de lo que queremos ser en la vida. Sin embargo, hace poco, fui consciente de la verdad: “Pero el niño se hizo mozo y el mozo tuvo un amor, y a su amada le decía: ¿Tú eres de verdad o no?” Claro, Machado me hablaba del amor.

‘El árbol de la vida’ no es la película a la que estamos acostumbrados. Lo más probable es que estén rodeados de personas que no aguanten sus dos horas de proyección. De hecho, son muchos los que abandonan a mitad. No les culpen. Ni tampoco se sientan superiores. O inferiores. Porque la grandeza de la obra de Terrence Malik es que permanecerá ahí, eterna, hasta que llegue el momento de odiarla o amarla.

Si usamos un simple paralelismo, las películas ‘normales’ son novelas que componen una narración con más o menos profundidad a través de un texto y unas imágenes. ‘El árbol de la vida’ es una poesía que no muestra, sino que evoca, que no narra, sino que fluye; que no pasa las páginas, termina los versos. Una sucesión de fuerzas, de experiencias, que ensayan sobre el más puro, íntimo y auténtico sentido de la vida sin despreciar ninguna de las dos partes de la balanza: razón y fe. Bondad y maldad.

Por toda esa amalgama de sensaciones que podría provocar, sería absurdo no darle una oportunidad a ‘El árbol de la vida’. Ahora que, no les engaño: no pienso volver a ver la película. No, al menos, hasta que otro actor interprete mi papel.

(El árbol de la vida I)

El árbol de la vida (I)

El ser humano es extraordinariamente complejo. Cada poro de nuestra piel está formado por minúsculas células que funcionan como pequeños universos que ruedan su propia fortuna. Caminamos por la tierra como nómadas del tiempo, dejando que viento y marea choquen sus caprichos y conformen lo que quisimos llamar destino. A cada paso, echamos la vista atrás para sentirnos sabios. Poderosos. Mejores ante lo que fueron las fotos en blanco y negro. Ignorantes de la tremenda y acaparadora primera verdad: seguimos siendo una especie joven.

Las raíces del conocimiento erizan el vello del que sabe escuchar el arte. La música, el más perfecto de los dones, silba entre las hojas, aletea sobre el azul, navega bajo la cascada. Partituras matemáticas, perfectas, que acompasan los escaques de un tablero que vio ir y venir a millones de figuras inolvidables. El conocimiento transforma al peón y le confiere bases para comprender el mecanismo que arranca el motor humano. Extasiados por su belleza, lo copiamos y lo aplicamos al mundo que nos rodea presumiendo de una patente que lleva miles de años colgada de las ramas de un árbol.

Y cuanto más sabemos del rojo de la sangre, del verde de la tierra y del amarillo del cielo, usamos sus colores para pintar un dedo que señala al infinito y busca el hogar de Dios. Y miramos al techo de la capilla para dejarnos interpelar por el espíritu. Por el alma. Y oramos conscientes de que hay tanto infinito fuera como dentro del cuerpo. Y sonreímos sin explicación. Y corremos. Y saltamos. Y volamos mientras dormimos. Y escribimos poesías que no tienen sentido. O aún no lo tienen.

Pero todo: toda complejidad, toda ciencia y toda fe, música y matemática, alfa y omega, el cosmos y el latido, se tornan simples al mirar a los ojos del otro. Al coger su mano y acariciar su pelo. Descubrir que el infinito vive en el tiempo que dos labios tardan en tocarse, en el espacio que ocupa un susurro y en la herencia eterna de saberse padre, hijo y hermano.

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