El límite del amor

Si el título ya es ñoño, la película es insuperable. Ayer, con la murga esta de ‘Un hotel en Roma’ (para los que no asistieron a la columna, cinta de Julio Médem en la que dos zagalas se dan carantoñas por todas las esquinas, sin más preámbulos), decidí ver film que se vende con las mismas premisas: dos actrices guapas y sus armas de mujer que tontean con la cámara durante dos horas. En este caso, Keira Knightley (Piratas del Caribe) y Sienna Miller (Stardust). Y, en vez de española, obviamente, era inglesa. De la Gran Bretaña.

Pues no hubo sorpresas, oiga: menudo aburrimiento. Ciento veinte minutos de insufrible murga romanticona y manierista repleta de diálogos fruto de una infancia traumatizada por una lectura continuada e insistente de Jane Austen. Ñordo aderezado con todo el tabaco que Eugenio se fumó durante su vida. Se ve que si eras escritor o amante de, no podías ser ‘cool’ si no respirabas humo constantemente.

‘El límite del amor’ es una especie de biopic basado en la vida del poeta Dylan Thomas, una de las figuras culturales más importantes para la literatura inglesa de la primera mitad del siglo XX. Concretamente el filme se centra en la relación a cuatro bandas que mantuvo el poeta con su mujer, con su amiga desde la infancia, Vera, y con el marido de ésta. Vera Phillips (Keira Knightley) y Dylan Thomas (Matthew Rhys), pareja en la adolescencia, se reencuentran diez años después en Londres durante la II Guerra Mundial. La magia renace entre los dos, pero Dylan ya está casado con la alegre y aventurera Caitlin (Sienna Miller). A pesar de que las dos mujeres aman al mismo hombre, se hacen amigas y cómplices. Vera acaba casándose con William (Cillian Murphy) y mientras él combate fuera del país, ella decide regresar a su Gales natal con sus amigos, y allí la batalla entre su corazón y su cabeza se intensifica.

Es cierto que Knightley y Miller hacen un tándem de actrices más que respetable y que ambas hacen un papel muy interiorizado. No es menos cierto que, al menos, ellas alegran la vista al espectador cargado de testosterona. Aunque eso no evitará que se retuerzan en la butaca y bostecen, con dolo, una y otra vez.