Parece lógico pensar que un adulto hecho y derecho, capaz y sensato, debe tener incorporadas a su raciocinio ciertas normas elementales de convivencia. Cosas sencillas. Ideas que los padres se afanan en repetir a los hijos. Y para mí, una de ellas, es la de no hablar en el cine. A ver, que todo el mundo dice algo alguna vez y no pasa nada. Un chascarrillo inocente, un ingenioso chiste, un pequeño recordatorio… Cosas sin importancia. Lo otro, hablar como si estuvieras en el salón de tu casa jugando al parchís, no. No.
Me pasó el otro día, viendo ‘Kingsman’. Dos señores (y cuando digo señores, quiero decir señores: adultos de cincuenta años vestidos con elegancia) hablaban a un volumen muy elevado. Mucho. Tanto que era fácil seguir su conversación desde cualquier punto de la sala. El caso es que la película empezó, pasaron unos minutos, y los hombres seguían ahí, a lo suyo. Pero gritando un poco más porque, claro, el sonido de la película les impedía hablar con naturalidad.
Alguien muy enfadado se dio la vuelta y les pidió silencio. Los hombres, visiblemente indignados, le respondieron que ya se callaban mientras alzaban los brazos como si estuvieran siendo atracados. «Tranquilo, tranquilo», decían. Cinco segundos más tarde sonó el teléfono de uno de ellos y, por supuesto, descolgó. «¡Hombre, Luis! ¿Cómo estás? ¿Yo? Aquí, en el cine, con Juan». Como era de esperar, el mismo enfadado de antes exigió un poco de respeto. Los señores no solo se rieron en su cara, con cierto desprecio, sino que mandaron callar al enfadado llevándose un dedo a la boca. «Bueno, te dejo, que parece que molesto». Y terminó la conversación.
Entiendo que, tal vez, haya gente muy quisquillosa que no pase ni una en el cine. Pero, qué leches. No soporto esa falta de respeto y de educación en el cine. Disculpen la rabieta.