La generación que creyó en dinosaurios

Es una confesión de la que no me avergüenzo: yo creí en dinosaurios. En el año 1993 era normal desollarse las rodillas en el recreo. Un problema para lanzar canicas, pero una excusa para pasar las horas muertas intercambiando cromos al lado de las fuentes. Y eso que decían que algunos tenían droga dentro. De hecho, recuerdo romper alguno con mis amigos, en plan experimento, y sospechar que el polvo que caía era una sustancia prohibida y no simples partículas de cartón revenido. Allí, en la puerta del colegio, un niño juró que la furgoneta del Equipo A había pasado a toda velocidad por la calle, y todos salimos corriendo a ver si aún olía a rueda quemada.

Decidíamos creer. Era un estado perenne de alerta, como el sexto sentido del Hombre Araña, que nos mantenía comprometidos con la imaginación. ¿De qué se extrañan entonces cuando les digo que creíamos en dinosaurios? ¿Cómo no convocar un concilio en el patio después de aquel fin de semana en el que la melodía de John Williams aún repicaba en nuestras cabezas? Casi puedo sentir el misterio, los hombros entrelazados, y la voz sibilina de uno de los de siempre: «Vale, qué sabéis del ámbar».

En los últimos veinte años se han escrito todo tipo de artículos sobre la revolución que supuso ‘Parque Jurásico’ en el cine. Tras un complicadísimo rodaje repleto de retrasos y de incrementos inesperados en el presupuesto, el estreno de la película de Spielberg fue un ‘boom’ sin precedentes. La cinta puso de moda a los dinosaurios y su invasión alcanzó cómics, novelas, series de televisión, juguetes, videojuegos y, claro, más cine. Pero, como les digo, de esa ‘revolución’ ya se ha escrito casi todo. De los niños que fueron espectadores, no tanto.

Para nosotros, el tiranosaurio y los velociraptores eran verdad. No eran efectos especiales. Los podíamos tocar. Eran tan auténticos que nos sentimos obligados a pulsar la teoría del mosquito encerrado en la piedra de ámbar. Dos décadas después, me importa un bledo si hay o no hay tres dimensiones sobre la pantalla. Tan solo quiero entrar a un cine y volver a creer en dinosaurios. Viajar en el tiempo. Resucitar una especie perdida: recreos, cromos y rodillas desolladas.

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El tema. Tarantino y Spielberg

Todos tenemos un tema. Usted también, sin duda. Puede que no lo sepa, pero si se dedicara a contar historias siempre aportaría una visión particular que enriquecería su tema. El tema es un concepto concreto. Amplio y trascendente. Un concepto que baila por delante y por detrás de la trama a lo largo de una obra –una filmografía, una bibliografía–. No importa si sus protagonistas son piratas, extraterrestres, políticos corruptos, dragones parlantes o pintores del romanticismo alemán. Siempre añadiría algo a ese discurso que inició en su primera historia.

Steven Spielberg y Quetin Tarantino son dos directores que llevan toda la vida profundizando en su tema. Ambos llegan hoy a nuestras pantallas con ‘Lincoln’ y ‘Django desencadenado’, dos películas presentes en la parrilla de lo mejor del año y que han cosechado una crítica muy positiva en su periplo americano. Son dos artistas que han conseguido que, mucho antes de que se estrene uno de sus filmes, tengamos una predisposición muy definida.

No quiere decir que todo lo que hagan nos tenga que gustar. Por ejemplo, la última de Spielberg, ‘Caballo de batalla’, recibió cientos de palos por todo el planeta. Pero, incluso ésa tiene ese toque Spielberg tan fácilmente reconocible. Un toque que ayudará, en gran medida, a aceptar o desechar su obra. ¿Quién duda de que en ‘Lincoln’ estará la mirada de un niño? ¿Quién duda de que el concepto de ‘familia’ será el motor de todo el rodaje (aunque sea la familia americana)?

Yo, pese al Reino de la Calavera de Cristal, soy de Spielberg. Lo soy desde el principio. Y también de Tarantino, de él y de su tema: la violencia. Una violencia estética y plástica, tan cercana al mundo del cómic, que funciona como una adictiva droga de diseño. Una violencia imbricada en todos los estamentos, en todas las emociones, en la misma filosofía que impulsa nuestra era. La violencia como generadora del bien y del mal. La violencia, siempre, como el método para desvelar los vicios, pecados y grises que colorean la fachada que viste las apariencias.

Tarantino y Spielberg, dos temas. Dos maestros del entretenimiento.

Yo estuve allí

Mi escena favorita de ‘El Imperio del Sol’ (1987) empieza con Jamie, el pequeño Christian Bale, corriendo por el campo de concentración japonés, cambiando un tesoro tras otro hasta sentarse frente a John Malkovich, un superviviente nato que le da la clave para vivir un día más. Jamie imagina que vuela, que pilota un avión de caza, un Cadillac del cielo, que sus piernas son alas metálicas que truenan por encima de las nubes. Pero, sin duda, uno de los momentos clave de la película de Spielberg es cuando el niño confiesa a un grupo de soldados, entre gritos, que acababa de ver la luz de Dios, la bomba atómica. E insiste: “¡Yo estuve allí!, ¡yo estuve allí!”

Una frase sencilla de la que todos querríamos sentirnos parte. Convertirte en testigo de la Historia es un tesoro impagable que no se puede cambiar ni comprar, tan solo envidiar o compadecer. Tres palabras que cierran toda discusión basada en creencias, rumores y pamplinas: Yo estuve allí, no hay más.

El Cine ha creado infinidad de personajes que podrían decir “yo estuve allí”. Uno de los más significativos, carismáticos y, quizás, queridos, es Forrest Gump. Precisamente en él pensaba cuando terminé de leer ‘El abuelo que saltó por la ventana y se largó’, de Jonas Jonasson. El protagonista de la novela (que ya tiene anunciada su versión en gran pantalla), Allan Karlsson, un anciano que celebra su cien cumpleaños, corre un sinfín de episodios a lo largo del Siglo XX que decidirán el rumbo de la humanidad. Y así, una vez tras otra, le escucharemos decir “yo estuve allí”.

Lo que me fascina de todos estos personajes, viajeros nómadas, es que todos, sin excepción, consiguen una felicidad perdurable en el tiempo, sin importar el espacio. Ya sea en una prisión, en un gulag, perdido en una ciudad devastada o en mitad de la guerra. Todos miran al frente y avanzan, sin lamentar, sin llorar. Sólo despliegan las alas y corren como si fueran aviones. Y pienso que, tal vez, ése sea el secreto para ser testigo de la Historia: disfrutar del viaje.

Los días de la Última Cruzada

En cierto modo me alegro de no haber estado allí, en Guadix, hace 24 años. Hubiera sufrido muchísimo. No descarto, de hecho, que mi enfado hubiera ridiculizado lo del increíble Hulk. Hace exactamente un año (Amanda, nuestra documentalista, que tiene una precisa página en Facebook y un fabuloso twitter @LaHemeroteca donde nos recuerda todas estas maravillosas efemérides) Steven Spielberg se paseaba por las calles accitanas en busca de extras para su nueva película ‘Indiana Jones y la Última Cruzada’.

Buscaba a una veintena de vecinos, altos y rubios, que funcionaran como soldados nazis. También necesitaba a otras 150 personas para relleno por los distintos escenarios de rodaje. Y claro: yo no era alto ni rubio y, lo que es peor, tenía cinco años y seis meses. Así que, como les digo, menos mal que no fui. Lo tenía complicado.

El caso es que si las máquinas del tiempo existieran, el 1 de junio de 1988 sería una de esas fechas que marcaría en mi condesador de fluzo. Me apasionaría ver los entresijos del rodaje, a Spielberg dando indicaciones junto a una estación de tren convertida en mercado árabe, o charlando con Harrison Ford sobre las persecuciones por las carreteras ‘alemanas’. Y, puestos a soñar, me hubiera gustado ser aquel periodista que, desde una ventana indiscreta, comunicó al mundo entero que el nuevo objetivo del Dr. Jones era el Santo Grial. Por lo menos, me queda la alegría de mirar a la izquierda, desde mi ordenador, y verle sentado al fondo de la redacción. El bueno de Juan Enrique.

‘Indiana Jones y la última cruzada’ fue estrenada en Estados Unidos el 24 de mayo de 1989 y se convirtió en un acontecimiento mundial. En España pudo verse a partir del 1 de septiembre del mismo año. Sí, hay cosas que no cambian.

War Horse

Un sábado por la tarde, unos desalmados secuestraron a Jano, mi perro, en una furgoneta. Se pueden imaginar el mal rato. Salimos a la calle corriendo y gritando y, les aseguro, me alegro de no haberles encontrado porque no hubiera respondido de mis actos. El caso es que, pasadas tres horas, vimos una figura trotar en el horizonte: venía sucio, a toda velocidad, sin correa y con la lengua fuera. Pero era él, Jano. Sano y salvo. El héroe del día. Pasamos mucho tiempo imaginando qué le habría pasado en ese lapso de tiempo. Reescribiendo el guión de cómo mordió y pateó a sus captores para saltar del vehículo en movimiento y volver a casa.

‘War Horse’ relata el viaje de Jowy, un caballo inglés, a través de los distintos bandos de la Primera Guerra Mundial. La película de Steven Spielberg es un fantástico cuento para adultos que en ningún momento adopta la seriedad y trascendencia de ‘Salvar al soldado Ryan’ o ‘La lista de Schindler’. El director prefiere no tomar partido por ninguna parte del tablero para convertir a su caballo en la metáfora de los valientes, los que no quieren guerras, los que se abren paso para volver a casa.

No hay duda de que el gran valor de ‘War Horse’ es la cuidada estética de la cinta, preciosa en sus formas: fotografía, movimiento de cámara, dinamismo, música. Un espectáculo cinematográfico en su máximo esplendor. Narrativamente, la película está formada por pequeños capítulos de calidades diferenciadas. El principio, por ejemplo, es excesivamente largo y contemplativo. Las historias de los hermanos alemanes y de la niña francesa -el terreno donde mejor se mueve Spielberg-, fascinantes. En cualquier caso, esta fue una de esas ocasiones en las que te sientes en contra de la opinión general, mientras que yo disfruté de prácticamente todo su metraje, la mayoría de la sala expresó cierta pesadez y lentitud.

Y, si me permiten el atrevimiento, creo que Steven Spielberg hace un guiño poderosísimo a ‘La vaquilla’ de Berlanga que seguro reconocerán con facilidad. ¿Mi conclusión? ‘War Horse’ es un bello y cruel cuento con el que Spielberg inicia el retorno al camino que nunca debió abandonar: el cine. El cine y las historias que sentimos propias.