La Resurrección de Guile

El día que le conocí me vino a la cabeza la musiquilla de aquellas máquinas recreativas que inundaban los paseíllos de Almuñécar en verano. Inconsciente, empecé a tararear el tema que sonaba en el Street Fighter II, cuando te enfrentabas a Guile. El tipo era muy alto, muy rubio y muy musculoso. Y si alguien me hubiera dicho que era él, que era el puñetero Guile huido del videojuego, como en ‘Rompe Ralph’, le habría creído al instante.

¿Saben ese momento en el que el protagonista de la historia rompe su comodidad -su rutina- y decide arriesgarlo todo? ¿Ese momento en el que la música sube y los vellos se enzarzan con el alma y los espectadores contenemos un aplauso fuera de lugar porque queremos ser él, ser como él, y aprender a volar? Sí, como Walter Mitty corriendo por la oficina, o Jerry Maguire subido en su mesa, o Billy Elliot bailando por Inglaterra, o, por supuesto, un Vincent ansioso por romper la lógica de los genes en ‘Gatacca’.

Como les decía, el día que le conocí pensé que era Guile. Y que era carne de ‘Mujeres Hombres y Viceversa’. Y que sería el típico guaperas de discoteca que baila bachata y reggeton como si no hubiera mañana (esto puede que sea verdad). Años más tarde, después de cientos de capítulos para los que no tenemos tiempo ahora, descubro que estaba muy equivocado.

Este Guile nuestro se ha echado la mochila a la espalda, como Julia Roberts en ‘Come, reza, ama’, y se va al otro lado del mundo. Se escapa del mundanal ruido en busca de un árbol o una piedra en la que pueda grabar “Supretramp estuvo aquí”, como Emile Hirsch en ‘Hacia rutas salvajes’. Y todo porque cree que la vida puede ser algo más, algo que no vemos pero que está ahí y que, por qué no, merece la pena descubrir. Abandonarlo todo y perseguir la aventura, ¿no es eso una resurrección?

Qué equivocados estábamos. Qué falsas son las apariencias. No era Guile. Era Dhalsim.

Buen viaje.

dhalsim-guile

Born to be a Street Fighter

En 1993 los salones recreativos eran los lugares más tentadores y pecaminosos del planeta. Los adultos nos decían que allí sólo iban los malos de la clase, trafincantes, ladrones, y vendedores de cromos con droga en su interior -ya saben, uno de los rumores más elaborados de la generación de los ochenta-. Por aquel entonces sabíamos apreciar las máquinas de videojuegos. Aquellos dibujos en movimiento accionados por una palanca y varios botones bien merecían 25 pesetas de nuestra vida.

A los once años mis sábados transcurrían con cierta rutina en compañía de mis primos. Recuerdo perfectamente una de aquellas tardes con sabor a nocilla: íbamos a ver una película al Multicines Centro, que era la meca de la modernidad en Granada -cómo hemos cambiado…-. Además tenían una oferta maravillosa: ¡Con la entrada del cine te regalaban una bolsa de palomitas! Para recogerlas tenías que entrar por la puerta de atrás del edificio y pedirlas en una especie de bar que solía haber allí. Pero claro, entre medias, te cruzabas con una decena de máquinas recreativas que sonaban a parque de atracciones de Pinocho.

Aún me emociono al recordar aquel tugurio de mala muerte: Golden Axe, Los caballeros del Arturo, Némesis… Mi cabeza de once años intentaba hacerse un hueco entre los enormes adolescentes que se extendían como una plaga por todo el local. Casi por arte de magia una maravillosa composición musical de 16 bits -que aún soy capaz de tararear- se metió entre mis dos enormes orejas. Seguí el aroma hasta un escandaloso tumulto de jóvenes: aquella máquina era la reina.

Los jugadores tenían un religioso sentido del honor y la competencia que les obligaba a abandonar los mandos cuando eran derrotados para que otro rival pudiera arriesgar sus 25 pesetas. En la pantalla peleaban con violencia, pero al terminar vitoreaban al ganador y compadecían el fracaso. Necesitaba ser parte de ese ritual.

Como el ratón que busca el queso dentro de laberinto, me escabullí entre tanta pubertad para colar mis cinco duros dentro de la máquina. “¿Chaval, qué haces?” Quería jugar. “Esto es para mayores”. La suerte estaba echada. “Tú veras, es tu dinero…Tienes que elegir un personaje” Sí, un personaje. Mí personaje. Me iba a convertir en un héroe que viajaba por el mundo para luchar contra guerreros de todos los colores. Adrenalina. “¿A Ryu? Pues yo seré Ken”, me dijo el grandullón.

Todo sucedió muy rápido. No sé por qué, pero gané. Gané al gigante. Me gritaron, me subieron a un pedestal y me llamaron prodigio. Entonces fue cuando lo supe: nací para ser un ‘Street Fighter’.

Los clásicos nunca mueren

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