Quiero que imaginen un caso de mala suerte. Uno de verdad. Una de esas historias protagonizadas por alguien que conocen, alguien bueno que no se merecía un tropiezo con el destino de tal envergadura. Este año yo me he cruzado con más de uno. Casos extraordinarios y dolorosos a los que cuesta enfrentarse con optimismo. Supongo que es ahí cuando uno descubre lo valiente o lo cobarde que es de verdad. Cuando uno descubre si es capaz de aplicar las frases que decoran el sobre del azúcar a la vida real.
Hay dos personas, dos muy concretas, que merecen una ovación absoluta de una repleta sala de proyección. Merecen que alguien se siente a su lado, cargado con una libreta y un bolígrafo, y transcriba sus palabras a un lenguaje universal. Y no para narrar las angustias que han sufrido, sino para mostrar orgullosos cómo las han enfrentado. Como les decía, no me paro a describir sus dramas, pero, por favor, imaginen una situación terrible. Muy terrible. Un naufragio en toda regla que deja, tan solo, un superviviente. Alguien como el protagonista de ‘La vida de Pi’.
Ellos, mis ‘Pi’, me miraron ayer a los ojos y me dedicaron una sonrisa. No una sonrisa. ¡Una gran sonrisa! Y me descompusieron. Resquebrajaron mis cimientos y desarmaron mis defensas. Personas que han superado la mayor de las pobrezas, la mayor de las tormentas, el más doloroso de los llantos, y tienen los cojones de sonreír. Sonreír, mirar a la cara y decir en voz alta: «Siempre tuve mucha suerte».
La misma frase, en momentos distintos, por personas distintas, en lugares que no guardan ninguna relación. Cuatro palabras que repito mientras observo el sobre donde guardo los números que juego en la Lotería de Navidad. Demonios, somos unos afortunados y no tenemos ni puñetera idea. Como en ‘La vida de Pi’, como cada 22 de diciembre, como debería ser cada día: crean en algo y sepan, por encima de todas las cosas, que somos reyes.