Temporada 2: Season Finale. Super 8

El verano de mi infancia es un paseo en bicicleta, con el bañador aún mojado de la piscina. Es el rastro crujiente de migajas de tostadas con mantequilla que dejaba encima de la mesa, después de ver los dibujos animados. Es la avispa que capturamos con un vaso y que revoloteaba impotente, lamentándose de haber seguido el fulminante aroma de la sardina. Es el tiempo prudente, exacto y matemático que une el almuerzo con el primer baño de la tarde. Es el sabor del cloro tensando mi piel y la huida, en busca de aventuras, pedaleando sobre horizontes aún inexplorados.

Pero también es aquella semana que nos hicimos con la cámara de vídeo del colegio de mi madre para rodar nuestra primera película. Era -no podía ser de otra manera- sobre un héroe que mi hermano había inventado: ‘Super Yo Boboman’. Durante el año se pasó las clases de ciencias dibujándolo en los márgenes de la libreta. La versión en celuloide, lejos del carisma que le otorgaba el bic azul, era una suerte de Batman campestre que luchaba contra un tipo muy malo que interpretaba el bueno de Guillermo, mi primo.

Todos fuimos actores, directores, cámaras e incluso compositores de su banda sonora -en las escenas de coche, los que no estábamos en pantalla tarareábamos la melodía del Batman de los sesenta, ya saben: nanananananana… Y si había puñetazos, hacíamos ¡Pum! ¡Plas!-. Aún recuerdo el día del estreno, a penas unas horas más tarde de rodar la última escena: mientras que el espectador desprevenido veía a hijos, nietos, sobrinos y vecinos correteando por la pantalla del salón, nosotros, poseídos por la imaginación, sentimos que éramos parte de una gran historia.

Aquella minúscula cinta de 8mm, olvidada en algún cajón repleto de tostadas, dibujos animados, bicicletas y cloro, es la prueba empírica de que hubo un tiempo en el que aspiramos a ser protagonistas de nuestro tiempo. Herederos del Super 8.

Amigos del cine y las palabras, disfruten de sus vacaciones. Expriman hasta la última gota de un verano memorable: viajen, rían y enamoren. Tengan presente que cada vez que hagan una nueva foto, un nuevo vídeo, están creando el guion de un nuevo recuerdo. Y, como en las películas, sólo las que sepan combinar todos sus elementos podrán trascender en el tiempo.

Les veo en un mes. Yo, por mi parte, otearé, cantaré y arriesgaré siempre que me sea posible. No necesito más. Bueno, puede que algo de mar. Sí, el mar y nada más.

Temporada 2 (septiembre 2010-julio 2011). Fin.

Temporada II: Sueños y patadas

Cuando el avión iba a despegar la chica ya estaba dormida. Minutos antes, en un gesto tan admirable como ingenuo, la italiana de ojos de verdes sacó un libro del bolso para apelmazar su mirada en la página 33. Alicia aún era una rubia de proporciones liliputienses cuando el peso de la tapa se hizo insoportable a unos parpados que huían de un escandaloso motor ‘lowcost’. Desconozco si tenía miedo a volar o si el cansancio era fruto de una calurosa noche de verano. De hecho, hasta aquél momento, desconocía todo de ella. Sólo en el cielo, con las alas desplegadas, descubrí que me había nombrado el protector de sus sueños.

La cabeza de la italiana de ojos verdes se desplazaba como el rocío en una hoja mañanera: lenta, acompasada, melosa y constante. Para, finalmente, caer en un remanso de paz: mi hombro. La posibilidad de que un movimiento brusco la sacara de su letargo me obligó a mantenerme firme. A construir, como el arquitecto, una fortificación donde ninguna turbulencia ni azafata presurosa tornara en pesadilla las infinitas posibilidades de un sueño.

Pese al cansancio acumulado durante diez días de trenes por centro Europa, me era imposible dormir. Y no por la postura forzada unida a la implacable incomodidad de los aviones para los que medimos más de metro ochenta. Viajar tiene ese misterioso poder de convertir las anécdotas en leyendas y las fotografías en lecciones. Asido a la libreta -mi tótem-, procuro mover el bolígrafo como esos japoneses que pincelan letras en la arena. Quiero dejar constancia, no olvidar y dejar soñar.

En dos horas de vuelo, la italiana de ojos verdes condensó mil vidas en un suspiro -de las que, como cantó la bella Piaf, no recordará nada-. Mientras que yo llegaba a casa, despierto y agotado, dispuesto a volver a la tecla y el papel, ella aterrizaba en una ciudad romántica, dormida y relajada, con el único objetivo de disfrutar sus vacaciones. “Para que unos sueñen, otros tienen que soportar la patada que nos devuelve al mundo real”, pienso. ¿Pero qué hay de malo en eso? ¿Qué hay de malo en proteger los sueños de otros? ¿Qué hay de malo en volver, resucitado, a lo de antes? Amigos, volvemos al Origen.

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