Temporada 4: Season Finale

Mi abuelo tenía la costumbre de comprarle a mi madre un tebeo cada cierto tiempo. Pasaban cerca del quiosco con las manos vacías y llegaban a casa con una nueva aventura del Guerrero del Antifaz o de Roberto Alcázar y Pedrín. Como comprenderán, yo nunca viví esa escena y, sin embargo, la guardo como propia. Mi madre procuró que grabara en una memoria ficticia ese paseo veraniego, cogidos de la mano por el centro de Granada. Es el poder de las historias que pasan de unos a otros. De los que hablan a los que escuchan. De los que escriben a los que leen. De los que viven a los que vivirán.

Un año, al terminar el colegio, fui con mi padre a comprar el periódico y le pedí un cómic. Entre la anécdota de mi madre y el amor que mi hermano y mis primos profesaban por Batman y Spiderman, deseaba sentirme parte del juego. Pero yo, que siempre busqué la rareza, no quería ningún tebeo conocido. Arrastré el índice por la vitrina, esperando una señal divina, como si se tratara de una guija fantasmagórica. De repente me paré y dije: «papá, quiero este». Era el número 3 de ‘El Escuadrón Suicida’.

Me siento afortunado por recordar mi iniciación al mundo del cómic –creo que por eso hago las cosas raras, para no olvidar fácilmente–. Mañana me subo a un avión para visitar la capital universal de la viñeta, los héroes y el cliftchanger: ‘San Diego Comic-Con’. Aunque nació como un acto dedicado en exclusiva a los cómics, ahora es uno de los mayores eventos de promoción del mundo del cine y la televisión. Actores, directores y guionistas se dan cita allí para charlar sobre sus proyectos con los aficionados . Y allí que vamos. Si todo va bien, volveré a España con una bonita historia que estaré encantado de escribir.

Lo raro del asunto –ya les dije mis tendencias– es que les he contado todo esto para no olvidar que un día, veinticuatro horas antes de volar a la Comic-Con, sobrepasé las mil columnas publicadas en IDEAL. Gracias. Y, si permiten un consejo, agarren la mano de alguien y llévenlo a buscar una historia. O déjense llevar. Sea como sea, disfruten del paseo.

¡Hasta dentro de un mes!

Temporada 4: La playa

Caminé cincuenta metros y la mar aún vacilaba bajo mis rodillas. Las olas, acuciantes y poderosas al otro lado del océano, vienen aquí a relajarse, a olvidar que una vez fueron esclavas de la luna, a morir en paz en un remanso cristalino de oraciones que olvidan los pesares. Padres e hijos se arrodillan en la cremosa arena, fieles de una iglesia de cúpulas azules y horizontes infinitos, y alzan las manos al cielo que tuesta sus rostros para pedir una explicación convincente: ¿por qué no es siempre así? A su alrededor, un paraíso incomprensible que saborearán con la punta de los dedos durante el año, perezosos frente a un fondo de pantalla que ni empuja la brisa ni hace cosquillas al andar.

Hay tanta belleza en España que es difícil no caer sorprendido en algún rincón hipnótico, en un plató de cine natural y maravilloso. Tan difícil como estar allí y no sentirse el rey del mundo, en plan Leonardo DiCaprio a lomos del Titanic. Al menos eso sentí yo mientras sostenía una cerveza helada y un bocadillo de jamón serrano, cubierto por una sombrilla verde y unas vistas alucinantes. Ya saben, una de esas experiencias que te cambian el concepto de ‘playa’.

En esta playa de la que les hablo predominan las identidades secretas. Gente que sin cambiar su nombre, abusa de los regalos de la naturaleza y convierte un paraíso terrenal en un vergonzoso infierno de alcohol, droga, prostitución y suciedad. Jóvenes que no han pronunciado una eñe en su vida, ingleses y alemanes que no sobrepasan los 25 años y que han colonizado nuestros rincones con un turismo violento y nauseabundo de macrodiscotecas, pubs y orgías en mitad de la calle. Las dos caras de la moneda, belleza y decadencia, en un mismo tablero.

Al llegar a casa me encontré con Leonardo DiCaprio en la televisión, protagonizando ‘La Playa’. Y supe, con los cinco sentidos, todo lo bueno y lo malo que Danny Boyle buscaba en ese paraíso escondido, alejado de pulseras y vomiteras vespertinas. Por suerte, la foto que ilumina el teclado es verde, azul, amarilla y perfecta. Y ése es el recuerdo que decido guardar para los próximos trescientos treinta días.

Volvamos a saltarnos el eje.

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