Al encuentro de Mr. Banks

Antes de que sea consciente, la música ya habrá puesto palabras en su boca, en silencio, de manera automática, como si recitara una oración de memoria: «Viento del este y niebla gris anuncian que viene lo que ha de venir. No me imagino qué irá a suceder, más lo que ahora pase ya pasó otra vez».  ‘Al encuentro de Mr. Banks’ utiliza la magia de ‘Mary Poppins’ para narrar dos historias paralelas: la infancia de Pamela L. Travers (Emma Thompson, ‘La niñera mágica’), autora de las novelas originales; y el periplo de Walt Disney (Tom Hanks, ‘Forrest Gump’) a lo largo de veinte años para conseguir los derechos y rodar la emblemática película.

El motor de la cinta de John Lee Hancock (‘Un sueño posible’) es el guiño guiño constante al film original de Robert Stevenson: la escritura de las canciones, el parecido razonable con los familiares de la escritora, lugares reconocibles, los bocetos de los dibujos animados, las atracciones del ‘Disney World’ de los años 60… Todo en ‘Al encuentro de Mr. Banks’ está pensando para hilvanar los dos guiones en una única y emotiva experiencia. Ese es su poder y, también, su gran debilidad.

¿Y si no le importa Mary Poppins? ¿Y si las películas de Walt Disney le parecen ñoñas y pastelosas? Pues que el hechizo no surtirá efecto. Es cierto que la cinta no es una comedia infantil, tiene mucho más drama de lo que podría aparentar. Pero, desde luego, el viaje está pensado para pasajeros que comparten un lugar común –y superfragilístico– en la memoria.

Iniciados o no en el ‘chim chim cheree’, hay una idea poderosa en el personaje de Walt Disney: la convicción. ¿No les parece asombroso que mantuviera la fe en una película ‘imposible’ durante más de dos décadas? ¿Que hiciera todo lo que estaba en su mano para terminar el guión? Esa pasión, la hemos perdido. No hay paciencia para creer durante tiempo. Para creer de verdad.

«Imaginar para ordenar el caos y dar esperanza. Eso es lo que hacemos los que contamos historias», Walt Disney.

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Capitán Phillips

Eres el mismo hombre de siempre hasta que el mundo te pide lo contrario y descubres que eras mucho más. O menos. Nadie sabe cómo reaccionaría ante un terremoto o un atraco al banco. Supongo que nos imaginamos haciendo lo que se debe, controlando las emociones, tomando decisiones acertadas para salvar el día. ‘Capitán Phillips‘ es un intenso vuelco a la rutina, un películón que agarra las entrañas del espectador y las aprieta cada vez más. Cada vez un poco más. Sin miramientos.

Paul Greengrass (‘El ultimátum de Bourne’) dirige una botella de refresco en las manos de un crío. El film es un derroche de talento detrás de la cámara, con movimientos rápidos e inestables que obligan al espectador a hacerse a la mar, a superar el mareo inicial y a controlar el equilibrio físico y emocional que se le supone a todo marinero. La destreza de Greengrass inunda planos y secuencias hasta el último segundo de la cinta. Admirable.

Y está Tom Hanks. Esa cara entrañable de niño grande, de promesa, llevada al extremo. A un extremo que no habíamos visto nunca y que culmina con cuatro minutos absolutamente perfectos. Cuatro minutos que van más allá de la interpretación. Es una encarnación. De carne. Hanks está, literalmente, en la piel de Phillips. Y con él todos nosotros. Sintiendo el frío y el calor al mismo tiempo, la desorientación. El dolor. Esa extraña felicidad.

La hoja de ruta de ‘Capitán Phillips’ se completa con un tercer elemento: el entretenimiento. No hay un segundo para el descanso, escenas de relleno o paradas para repostar. La película sigue y sigue creciendo en una acertada combinación de acción, suspense y humanidad.

Si leyeron los periódicos de hace cuatro años recordarán cómo los piratas somalíes abordaron el barco de Phillips. No importa. Esta película es como un terremoto o un atraco al banco, nunca sabrán cómo reaccionarán, por mucho que la esperen, hasta que entren en la sala.

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El atlas de las nubes

El arte implica más arte, inspira más arte, y cambia la realidad. Las inquietudes de un diario, el romance de unas cartas, el suspense de un relato, la magia de una película, la veracidad de una entrevista, la transgresión de una arenga y la humanidad de un cuento contado de viva voz. ‘El atlas de las nubes’ es un complejo mapa repleto de minúsculas piezas de un puzzle enrevesado, de difícil visionado, pero que mejora cuanto más piensas en ella, en abstracto; en sus virtudes y su difuminado y detallista concepto del karma.

La película, dirigida por Tom Tykwer y los hermanos Wachowski, mezcla seis historias, en seis eras distintas, que, a priori, no tienen nada que ver: un abogado que surca el océano en compañía de un esclavo, un músico desheredado en busca de la sinfonía perfecta, una periodista que destapa un escándalo energético, un editor que termina en una extraña residencia de ancianos, un androide creado para servir hamburguesas y uno de los últimos supervivientes de una Tierra que no supo cuidar de la naturaleza.

A lo largo de tres horas, Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Hugo Weaving, Jim Sturgess, Du-na Bae, Ben Whisaw, James D’Arcy, Xun Zhou, Keith David, David Gyasi, Susan Sarandon y Hugh Grant se reparten un puñado de personajes, uno por historia, caracterizados y maquillados según el momento. En la novela original, David Mitchell nunca invita al lector a suponer que los personajes de una historia puedan tener algo que ver con los de otras. Tykwer y los Wachowski decidieron hacerlo así para incrementar la sensación que buscaban: todo está conectado. Y, pese a que el maquillaje en algunos casos es ridículo, la idea es acertada.

Les decía que cuanto más pienso en ‘El Atlas de las Nubes’ más me gusta. No creo que sea una película acertada. No, porque falla en infinidad de conceptos vitales: ritmo inconstante, montaje confuso y exigente con el espectador que no haya leído el libro. De hecho, la novela apuesta por contar las historias de una en una, no mezclándolas todas al mismo tiempo. Pero, curiosamente, y tal vez sea culpa de los primeros y los últimos diez minutos, ‘El atlas de las nubes’ consiguió crear una atmósfera placentera gracias a la maravillosa música del propio Tykwer y a la irreal sensación de que todo tenía un sentido.

‘El atlas de las nubes’ juega con el espejismo constante de que algo va a pasar, de que no puedes perder ni un segundo la atención de la pantalla porque la explicación está por llegar. Hay una constante colocación de piezas sobre la pantalla, en busca de una luz que ilumine el misterio. Una constante como la que dibujase Desmond en la época más brillante de ‘Perdidos’. Una constante que cambia de forma y de fondo, pero que permanece más allá de nuestro último suspiro. A través de otros, a través de la naturaleza, de la vida; del arte.

Pese a todo -y a la unanimada absoluta de la crítica-, rompo una lanza en favor de ‘El Atlas de las nubes’. No es tan grave como nos la pintaron. Y, sin que sirva de precedente, me agradó tanto o más que el libro.

Tan fuerte, tan cerca

Todavía no se ha escrito la última palabra del 11-S. Como les vengo diciendo, la desgracia es muy fotogénica y suele prestarse a la épica, a la emoción y al drama, por supuesto. Y no es menos cierto que la imagen de las torres cayendo, la voz de Matías Prats clamando al cielo y los ángeles que intentaron volar, pese a Ícaro, aún estremecen nuestro cuerpo. Esa línea trazada en los libros de historia constituye un principio y un final difícil de obviar para los que no pudimos separarnos de la televisión, un lazo inquebrantable que une a gente con otra gente en una extraordinaria cadena de favores.

Tan fuerte, tan cerca’ es un poderoso homenaje a las vidas que terminaron, empezaron y siguieron tras el once de septiembre de 2001. Stephen Daldry (‘Las horas’, ‘Billy Elliot’) ve en la maravillosa cohesión de un padre y su hijo (Tom Hanks y Thomas Horn) el motor perfecto para hablar de la inmortalidad humana: del amor. Un amor entendido como fuerza universal, presente en propios y ajenos.

Es cierto que la película tiene un serio problema: exceso de metraje. Varios tramos de la cinta se atragantan con facilidad y nos obligan a dudar de la lógica del relato. Sin embargo, hay dos partes que funcionan por sí solas con excelencia. Primero, la relación del niño protagonista con un entrañable y mudo anciano que interpreta con maestría Max Von Sydow. Y, segundo, el bien hilado desenlace que eriza, con facilidad –y alguna trampa-, el vello de todo cuerpo bajo la exquisita melodía de Alexandre Desplat.

Al final, de lo que se trata, es de creer. No importa en qué. Pero creer. Creer en una voz protegida en la memoria, en la magia de un papel y un rotulador, en la incomprensible pero posible confabulación del universo o, qué sé yo, en el amor de un padre y una madre a su hijo. Y viceversa.

Larry Crowne, nunca es tarde

La segunda película de Tom Hanks como director (un segundo de su pensamiento para la genial ‘The Wonders’; tarareen el ‘That Thing You Do!’ y sigan) es como un sobre de azúcar de cafetería: tiene los granos apropiados para endulzar el caldo y una bonita frase que le hará reflexionar sobre los misterios de la vida. Pero, cuando lo vas a abrir, se te va la fuerza y terminas desperdigando el azúcar por toda la mesa, dejando inservible todo su contenido. Perdiendo la sonrisa. Maldiciendo al filósofo de turno. ¡Cachis en la mar!

‘Larry Crowne, nunca es tarde’, menudo desastre. Parece el peor episodio de una serie cutre de televisión de los noventa a la que te enganchaste Dios sabe por qué y que miras, embobado, con la misma atención del comensal que aparta las moscas del plato de sardinas. La cinta tiene algunos pequeños y minúsculos detalles simpáticos y una infinidad de cosas malas -muy malas-; pero creo que, la peor, la que la convierte en un filme de pacotilla, es la música. En serio, es horrorosa. James Newton Howard compone una banda sonora que parodia los gestos, las palabras y cualquier posible buena intención de Hanks.

El guion ya lo conocen: Larry Crowne (Hanks) pierde su trabajo por no tener una carrera universitaria, así que decide volver a estudiar. Allí, Mercedes Tainot (Julia Roberts) le dará clases y el mundo se tornará en una amalgama de rosas chiripitifláuticos. Y, con cada minuto, la misma pregunta resuena: ¿Por qué está pasando todo lo que está pasando? ¿Por qué tantos personajes se empeñan en alegrarle el día al protagonista Ambos actores, por cierto, descolocadísimos. El mejor intérprete es George Takei (el clásico de Star Trek) que se pasea como el excéntrico Dr. Matsutani.

La pena es que ‘Larry Crowne’ pudo haber sido una historia entrañable de un tipo que se abre paso en la escuela de la vida. Pudo haber insuflado algo de espíritu a una sociedad mermada por los recortes y el paro. Pero, lo cierto es que el dulce nunca llegó al café.

Dos menciones especiales que no puedo dejar pasar: ¿A quién se le ocurriría lo de ‘nunca es tarde’? ¿Habían visto unos créditos más cutres alguna vez?

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