Si fuéramos tan valientes como para mirar con los ojos de un niño nos daríamos cuenta de lo cobardes que somos al refugiarnos en la palabra ‘adulto’. Por alguna extraña razón que no llego a comprender, el proceso de madurez es, por lo general, terriblemente aburrido. Más aparentar y menos jugar al escondite, hacer travesuras, cometer errores, reír hasta perder el aire… No quiero hacer apología de Peter Pan; les hablo de Tom Hanks.
La primera vez que vi ‘Big’ era un pequeño proyecto de algo. Un niño más que alucinó con la posibilidad de que una máquina pudiera hacerte grande, como los que mandan, y tener un trabajo divertido, una casa enorme y demás experiencias fascinantes. De hecho, cada vez que he visto ‘Big’ -ya van unas cuantas, perdí la cuenta- me he puesto en la piel del niño que se hace hombre. El fin de semana pasado, sin embargo, una frase se retorció por mi oído interno: “¿Seré siempre un viejo de 30 años?”, preguntaba Hanks, angustiado. Me dio la sensación de que era la primera vez que esa línea de diálogo se pronunciaba, de que estaba esperando a que yo estuviera preparado para escucharla. Cambié la sentencia de la cinta: no trata de un niño que se hace hombre, trata de un hombre que es capaz de disfrutar como un niño.
No sé en qué creen ustedes. Espero que en algo. Pero, aunque la respuesta sea “en nada”, hoy es un buen día para echar la vista atrás y ponerse en la piel de aquél zagal que soñaba con abrir los ojos en la Noche de Reyes. Con una Nochebuena coronada por una larga mesa rodeada de familiares. Con una sobredosis de manjares y turrones. Con la tarde en la que ponían el Belén y el Árbol. Con, en definitiva, unas vacaciones envidiables.
Estoy seguro de que si buscan con esmero, encontrarán la máquina de Zoltar apropiada para pedir el mismo deseo que cambió la vida de Tom Hanks: crean en ustedes mismos. No dejen que ningún cable de wikileaks o una ex pareja con celos les digan lo contrario: Feliz Navidad.