Saberse miserable

‘Los Miserables’, la novela escrita por Victor Hugo hace 150 años, guarda una verdad tremendamente actual entre sus páginas. Una verdad que bordea el espacio y el tiempo, que supera los márgenes tácitos de la lógica, para colarse en la portada de los informativos de la era Twitter: pobreza, extremos que se ignoran, riqueza mal repartida, trabajos mal remunerados, paro, familias desalojadas, mercados que juguetean con las ambiciones de otros, vocaciones frustradas por la desidia, afortunados que toman la justicia por un privilegio interpretable, mafiosos que reinan por encima de la norma, hospitales en coma, archivos que olvidan, crisis en la boca.

En una sociedad corrupta, rota, separada y vulnerable, Jean Valjean -el personaje de Hugh Jackman en la película de Tom Hooper- es el miserable que representa la idea que Victor Hugo entendió como detonante de la revolución: la redención. Valjean es el ladrón que debe aceptar el pecado y sus errores para afrontar el estallido que le otorgará la fuerza, la guía que iluminará el cambio. Valjean somos nosotros, anónimos sin rostro que gruñimos, caemos y maldecimos; anónimos que necesitan un nombre para levantar la cabeza y gritar al cielo que se nos viene encima.

No me malinterpreten, no creo que necesitemos matar y morir en las calles de nuestras ciudades. Pero sí, tal vez, ocupar nuestro lugar y reclamar una justicia cada vez más manipulada, manipulable y trasnochada. Aceptar que tal vez no seamos nosotros los héroes de los que hablará, orgullosa, la Historia, pero sí, quizás, los hombres y mujeres que, como en la barricada de Saint-Denis, lucharán por un pequeño rincón más digno. Su rincón. Nuestro rincón.

Nos sabemos miserables, qué duda cabe. Puede que en 150 años no hayamos dejado de sabernos miserables. Supongo que eso es la vida: aprehender la desgracia y alzar la bandera que toque, aceptando las consecuencias, sangrando con el hermano y amando la idea del amor. Después de todo, Victor Hugo fue un romántico y, ‘Los Miserables’, una obra romántica. Una romance que no entiende de horas, minutos, espacios, páginas ni otras redes sociales.

Los Miserables

El reto de Tom Hooper (‘El discurso del Rey’) era adaptar un musical que lleva treinta años triunfando en Broadway a un formato cinematográfico que aportara algo distinto; innovador. ¿Y qué es incapaz de mostrar el teatro? Primeros planos, retratos de los actores: emociones contenidas en una mirada descarnada, una barbilla renqueante, un gesto apasionado, creyente, fiel, noble y bello. No hay prismáticos que dibujen con tanto preciosismo los rasgos físicos y espirituales de un personaje como el saber hacer y la contención de Hooper detrás de la cámara: apabullante.

Sería imposible no destacar los siete minutos a pelo de Anne Hathaway, soportando la presión de una cámara que la desnuda en primerísimo primer plano, mientras su Fantine canta la evocadora ‘I dreamed a dream’. Inolvidable el brutal arranque de Hugh Jackman portando el peso de Francia y su estremecedora oración a un Dios al que acaba de traicionar. El musical de ‘Los Miserables’ en el cine es un carrusel de interpretaciones concentradas en la expresión facial de sus actores y en su talento musical. Jackman y Hathaway destacan sobre un reparto fantástico, implicado en cuerpo y alma a un objetivo plenamente artístico, trascendente.

Ése es el gran éxito de ‘Los Miserables’ de Tom Hooper. Y también su gran pecado.

Tres horas de primeros planos no son fáciles de digerir. Estoy seguro de que, vistas por separado, cada una de las canciones del libreto son una experiencia muy grata. Pero, de continuo, y debido al poco espectáculo que acompaña al guion, es comprensible que se haga tediosa, sobre todo en la última parte del trayecto. Creo que Hooper no ha conseguido rizar el rizo: un musical, en un teatro, en vivo y en directo, goza de ciertos elementos escenográficos que justifican la adaptación de la novela durante 180 minutos (con receso en mitad). La película, pese a traspasar a los personajes, no es la misma experiencia. No puede serlo.

En el cine, pese al brillante trabajo artístico, se hace excesivo. Hay demasiado apego al teatro, a un ritmo que la pantalla no sabe digerir con la misma facilidad, estropeando, incluso, la emoción que debería existir en ciertos tramos de la historia (la barricada, Eponin, la huida de Jean Valjean…), minimizando el clímax. ‘Los Miserables’ es un musical de un presupuesto elevado, pero intimista. Talentoso en lo formal, trascendente en lo artístico, pero renqueante en lo narrativo.

Pdt: el doblaje era innecesario.

La voz de Victor Hugo

Era nuestra última semana en Londres después de un año de fanfarrias inglesas y pintas al son del Támesis. Así que tras pasar tantas veces por la puerta del teatro, en nuestras idas y venidas a la cafetería que nos había reunido, olvidamos nuestros ridículos sueldos al comprar tres caras entradas para ver el musical de ‘Los Miserables’ en el West End. Corría el año 2006 y hoy, casi siete años después, recuerdo perfectamente el fuerte olor de la Señora Catherine y la nobleza con la que sorbía sus mocos bajo un pañuelo de seda blanca.

La Señora Catherine se sentó a mi lado y, la verdad, a priori me recordó más a Margaret Thatcher que a la dulce abuelita en la que terminó. Era seria, estirada y con las comisuras de los labios hundidas debajo de la barbilla. Vaya, que era muy inglesa. O, más bien, lo parecía, porque en realidad era francesa. “Francesa criada en Londres”, nos dijo. Su preciosa historia empieza, creo, en 1987, cuando entró al teatro a ver el musical de ‘Los Miserables’, días antes de tener que emigrar a Francia por motivos de trabajo. “Fue tan bonito, todavía cierro los ojos y veo las caras de los actores… La obra de Victor Hugo ha sido vital para mí”.

Resultó que la señora era profesora de Literatura en la Universidad y una enamorada absoluta de ‘Los Miserables’. Fanática, creyente y adoradora del escritor francés. “Yo estuve en el Barbican Centre, hace ya muchos años y -se entrecorta la voz- pensé que nunca volvería a escuchar la voz de Victor Hugo”. Claro que ella había venido muchas veces a Londres desde que marchó a París, pero nunca había tenido oportunidad de volver al teatro: “los amigos, los hijos, los nietos más tarde. Llegué a creer que no llegaría a tiempo, pero entonces murió mi marido”.

No nos explicó la relación entre volver al teatro y su marido, pero no me costó imaginarles a los dos, veinte años atrás, disfrutando del “I dreamed a dream”, escribiendo una especie de promesa no pronunciada pero tácita en las horas. La Señora Catherine empezó a llorar nada más subir el telón y no paró hasta la última nota musical. Y, como si hubiera notado mi curiosidad, como si sintiera que debía hacerlo, se giró, tras la ovación final, para contarme su sincero amor por Victor Hugo. Llevaba mucho tiempo queriendo escribir esta historia y Tom Hooper me ha dado la excusa. Me pregunto si la Señora Catherine sigue viva; me pregunto si ya habrá comprado su entrada para ir al cine.

Quiniela de Oscar

Con la tranquilidad del que se sabe perdedor, vamos con la quiniela para la noche de los Oscar. Lo de poner diez títulos a mejor película del año está muy bien para el marketing, pero la verdad es que algunas apuestas son impensables. Y, pese a que todas los dardos apuntan a que la diana final será para ‘El Discurso del Rey’ -lo que tampoco me sentaría mal-, me voy a poner del lado de ‘La Red Social’, la otra en discordia, porque no solo es una gran película; es un ensayo del hoy más actual. No obstante, me van a permitir uno de esos apuntes presuntuosos: hay diez nominadas, algunas se llevaran premios, otras nada, pero estoy convencido de que la resonará más en la memoria, le pese a quien le pese, será ‘Origen’.

Para mejor director repito el esquema: Tom Hooper suena, pero mi elección es David Fincher. En el tema de actor principal tengo el corazón dividido. Con las excepciones de Javier Bardem, que ni ‘patrás’, y Eisenberg, demasiado nuevo, el resto me parecen muy merecedores del galardón. Jeff Bridges, Colin Firth y James Franco, excelentes. La apuesta segura, Firth. Para ellas, sin embargo, no hay discusión: Natalie Portman sí o sí. Y punto.

La interpretación de Geoffrey Rush como pedagogo me maravilló. Pero ha tenido la mala suerte de enfrentarse a un Christian Bale que huela a Oscar desde el primer minuto en pantalla en ‘The Fighter’. En la sección femenina me quedo con Hailee Steinfeld, la intrepida niña de ‘Valor de Ley’.

Una de las sorpresas del año está en la categoría de animación: ‘Cómo entrenar a tu dragón’ es una película sensacional e inesperada. Pero la perfección narrativa y visual de ‘Toy Story 3’ es indiscutible. El duelo de guión adaptado está entre ‘La Red Social’ y ‘127 horas’, la vecendora, creo, será la primera porque es mucho más exigente. El guión original, para mí, como ya les he dicho, es de ‘Origen’.

El Discurso del Rey

Don Lorenzo ponía mano dura en sus lecciones de Geografía. Nos colocaba a todos los alumnos alrededor de la clase, en fila de a uno, para preguntar capitales de países, ríos, montañas y no sé cuántos detalles más. Por cada golpe de bolígrafo en la mesa, el profesor esperaba una respuesta correcta. Un fallo suponía “un cero directo a la cuenta”. Pero esa voluntad implacable no era nada comparado con la ira que desprendían sus ojos en Lengua si empezábamos una respuesta con palabras innecesarias: “Pues esto es…”, “que la obra es…”, “no sé, por ejemplo…”. Un resorte le impulsaba de la silla, golpeaba la pizarra y, con los palmas manchadas de tiza, arengaba: “¡Hay que hablar con propiedad, las palabras son espejo de la educación!”

‘El Discurso del Rey’ es una maravilla narrativa que hace de un detalle minúsculo, el tartamudeo del Rey Jorge VI de Inglaterra (Colin Firth, ‘Un hombre soltero’), una historia de proporciones universales. La película de Tom Hooper es un canto a la inteligencia emocional y al poder de la empatía; una certeza de que no hay sistema educativo que respete más al alumno -y hablamos de un Rey- que el cariño. Una honra, en definitiva, a la voz como capacidad de dar forma al sentimiento y a la pasión, de hacer audible los sueños que otros no pueden pronunciar; de ser un auténtico líder.

La cinta es una gozada que no sería posible sin el gratificante trabajo de Geoffrey Rush (‘Shine’, ‘Piratas del Caribe’), un “corrector de deficiencias del habla” que tendrá que conseguir que el nuevo Rey sea capaz de dar un discurso repleto de matices, cariño y lealtad. Sin un solo tartamudeo. Un actor, a ratos olvidado, que encarna la pura pasión por las Letras con tanto acierto que es imposible no emocionarse con sus sonrisas cómplices, sus palabras cargadas de futuro y su mirada adelantada a los aristócratas y cabezas de un país traumatizado por otra gran guerra. La sensación constante, con Rush, es la de estar junto a un escenario, deslumbrándose por las dotes de un orador imponente. No ganar el Oscar por este papel sería un insulto para el resto de actores nominados.

Dejen que la épica de la dialéctica les sobrecoja. ‘El Discurso del Rey’ gustará a los educadores, por su respeto. A los amantes de la política, por su intrahistoria. A los actores frustrados, por su empatía. Y a cualquier ser humano, por su tremenda facilidad para entrañar.

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