El otro Scott

Desconozco si Tony y Ridley tuvieron una infancia feliz. Supongo que sí. Me los imagino correteando juntos por el patio de su casa británica, soñando con ser soldados, astronautas, conquistadores, héroes de la arena, detectives ingeniosos, espías dedicados, intrépidos pilotos o, simplemente, vecinos casuales que un día se ven arrastrados a la aventura. Tal vez compartían lápices de colores para dibujar personajes que nacerían años más tarde. O creaban humildes teatros en el salón, a la hora del té. Sí sabemos que Tony fue, con dieciséis años, el protagonista del primer corto de Ridley, con veintitrés, ‘Boy and Bicicle’.

Tampoco me cabe duda de que compartían una pasión que iba muy por encima del éxito de cada uno: el cine. Pero seguro que Tony sufría en silencio cada vez que se referían a él como “el hermano de Ridley” o “el pequeño Scott”. Es un incordio que conocerán si han tenido hermanos mayores en el colegio: todos los profesores se acuerdan de ti como “el otro”. El tiempo te enseña que esas cosas no importan y que el hecho de que te relacionen con tu hermano mayor siempre será un orgullo.

Tony Scott ha muerto y parece que las palomitas lloran, que saben un poco menos. Es probable que les cueste encontrar a un sesudo crítico que les defienda su obra como lo harían con el director de ‘Gladiador’, ‘Blade Runner’ o ‘Black Hawk derribado’. Seamos francos: las películas de Tony, en general, no eran buenas películas. No eran grandes derroches de inteligencia. Pero sí eran enormes y descomunales productos de entretenimiento. Como ya dije en su momento, Tony consiguió hacer de la historia de un tren que pierde los frenos una excusa para evadirse, con gusto, durante dos horas.

Visto lo visto, entretener con dignidad es un arte que cada vez suena más a epopeya imposible. Sucede como con Jackie Chan: no será ‘el’ artista, pero sabe divertirme.

Está claro que recordaremos a Tony como el hermano pequeño, como el que se fue una mañana de agosto mientras el otro Scott lloraba desconsolado lágrimas que se mezclan en la lluvia sobre una carta que sabe a pena, lamento y títulos de crédito.

Días de Trueno

No soy un gran aficionado a los deportes de motor. De hecho, más bien nada. Pero, por casualidades del destino, hace un par de años estuve en el gran premio de Montmeló, viendo la estela de Fernando Alonso y compañía pasando a la velocidad de una onomatopeya. Nada más bajar del tren, a varios kilómetros de distancia, ya se oía el espectacular rugir de los motores. Y allí, a unos metros del cemento, es inevitable abrir la boca en un gesto de asombro. De espectacularidad.

Tampoco les negaré que el morbo y la ignorancia te llevan a los más macabros pensamientos: ¿Y si se sale de pista? ¿Y si se chocan en la salida? Preguntas que te mantienen en vilo y a las que, en realidad, esperas no dar respuesta. Ayer, cuando vi el lamentable accidente de Marco Simoncelli, en el que falleció, me invadieron infinidad de sensaciones. La principal, angustia.

Como les digo no controlo mucho del tema, pero sé que Valentino Rossi, otro piloto implicado en el accidente, era buen amigo de Simoncelli. Rápidamente, la imagen del circuito pausado, de las miradas inquietas, del casco rodando por el suelo de Sepang, me llevó a ‘Días de Trueno’, le película de Tony Scott (‘Imparable’, ‘Deja Vu’) en la que Tom Cruise interpreta a un piloto de carreras que, tras un accidente, no puede volver a subirse al bólido. Por puro miedo.

Miedo. He de suponer que todos los pilotos de Fórmula 1 o de motos o de Náscar o de Rallys, tienen muy asumido el miedo. Muy superado. Pero yo, como triste desconocedor y mero espectador, pienso en los compañeros de Simoncelli que, sin duda, prepararán la siguiente carrera porque son profesionales. Por la memoria de su amigo. Y por una irracional pasión que vale más que la propia vida.

¿Escucharon el trueno por la mañana? A mí me despertó, bruscamente.