El último discurso de Superman

Una semana después, el aroma a desgracia aún impregnaba el humo de las calles de Nueva York. El 11S ya se había convertido en una consigna histórica, un grafismo que, al igual que los kanjis japoneses, condensaría una infinidad de significados. Sobre los escombros de las extintas Torres Gemelas, el gran e invencible héroe americano se humillaba en una viñeta: “Soy Superman y no he podido hacer nada. Lo siento tanto…”

Las lágrimas del hijo de Kriptón son la metáfora más certera de la absoluta impotencia de un pueblo que descubría que no era un acorazado impenetrable. En los últimos diez años, la ficción ha profundizado en una sensación nueva para la narrativa yanki: podemos perder. Refugiados en la espiritualidad, en islas misteriosas, en futuros alternativos o en dimensiones paralelas, los contadores de historias han buscado un refugio contra las pesadillas remanentes (“la otra torre, ¡la otra torre!”).

Y entonces, poco antes del final de abril de 2011, Superman vuelve a hacer una declaración en la sede de las Naciones Unidas: “Ya no soy ciudadano americano”, dijo. “Ahora soy ciudadano del mundo”. No sé si es una de esas extrañas casualidades que aúnan fantasía y realidad, pero cuatro días más tarde, un dos de mayo sorpresivo, los informativos de todo el planeta abrían a cinco columnas: “Bin Laden ha muerto”.

El discurso presidencial, la alegría desbordante en Times Square, las heridas que cicatrizaban… todo encajaba en un guión cinematográfico. Parecía como si esa escena ya la hubiéramos vivido -aunque fuera sentados en una butaca-. Sin embargo, mientras veía la explosión de júbilo, con una poderosa banda sonora improvisada, no dejé de escuchar el mensaje que los corresponsales repetían una y otra vez: “Al Qaeda querrá venganza”. Sólo espero que esta vez, desde una altura imparcial, el oído del héroe escuche la llamada. Que “ciudadano del mundo” sea el último discurso de Superman.