Mujeres de Mad Men

Una de las enormes bondades de la televisión a la carta es que ver una serie como ‘Mad Men‘ se convierte en algo relajadamente cómodo. Casi al final de su última temporada, fueron muchos los que me recomendaron seguir la estela de la agencia de publicidad ‘Sterling & Cooper’, pero me pudo la pereza. Demasiados capítulos para ponerse al día. Ahora, libre de toda tendencia y esclavitud, me he encontrado con una serie que, pese a mis pocas expectativas, me encanta. Me está encantando. La estoy devorando sin pudor.

No sé si les pasó a ustedes, pero cada escena, por poco que pase en ella, me sugiere miles de ideas. Como si fuera una fotografía de Sebastiao Salgado o un cuadro de Velázquez: hay vida.

Hay un diálogo en la primera temporada que, más allá de lo obvio, sigo regurgitando. Les cuento. Peggy (Elisabeth Moss), la secretaria de Don Draper (Jon Hamm), acaba de conseguir que le dejen trabajar como creativa publicitaria. Va a escribir una campaña y está muy emocionada. Mucho. Muchísimo. Porque ella, una mujer, ha escalado al mundo de los hombres para trabajar como ellos. Para ser tanto como ellos. O más, si le dejan. Con una sonrisa plena dibujada en la cara, Peggy está exultante, ilusionada ante la idea de trabajar en algo que le encanta. Entonces, la jefa de secretarias (Christina Hendricks) se acerca a su mesa y le dice:

-Peggy, ya sabes que la cuenta del pintalabios es tuya.

-Sí, gracias.

-Recuerda que no cobrarás más por hacer este trabajo y que lo harás en tus horas libres, ¿entendido?

-Sí, por supuesto.

 

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‘Mad Men’ sucede en 1960. Época en la que las mujeres sufrían un constante acoso y eran tratadas como seres inferiores. Ninguna mujer, por el hecho de serlo, podía aspirar a ser tanto como un hombre. Era una verdad indiscutible. Un dogma de fe. Me gustaría creer que nadie en su sano juicio piensa, a estas alturas, que eso sea una verdad indiscutible. Una chorrada inconmensurable, más bien. Y, sin embargo, aquí estamos, cincuenta y cinco años después, soportando la vergüenza de gráficas que subrayan las diferencias entre hombres y mujeres.

Supongamos que todos los aquí presentes creemos que es una barbaridad que sigan existiendo esas diferencias. Y supongamos, por tanto, que la escena en la que Peggy da la gracias sonriente por trabajar gratis nos hizo a todos removernos en el asiento con una risa incómoda y nerviosa, en plan «manda narices».

En esa escena, Peggy, de repente, se me antojó como alguno de esos jóvenes que soportan la desfachatez del trabajo gratuito. Jóvenes de hoy. De hoy mismo. De ahora. Jóvenes que se agarran a la promesa de que un día, cuando todo vaya mejor, podrán trabajar como sus padres les dijeron que harían, al terminar la carrera, con un buen título bajo el brazo. Jóvenes que acuden a oficinas y despachos y estudios a dar lo mejor de su talento. Y lo hacen gratis. No porque quieran, sino porque es la única manera de sentirse mínimamente realizados.

Peggy también se me antojó como alguno de esos jóvenes que, víctimas de la crisis, agarran su trabajo como una manta en pleno invierno. Jóvenes que por un salario ridículo hacen todo lo que haga falta por seguir teniendo un empleo. Jóvenes que cuando sus jefes -hombres y mujeres- se acercan, tiemblan ante la posibilidad de que les otorguen una nueva responsabilidad, más grande y más importante. Un “premio” por el que no recibirán ni más dinero ni más respeto ni más comodidad ni más nada. Como Peggy.

Vean la escena otra vez. Échense las manos a la cabeza y griten «manda narices» al ver a Peggy dar las gracias por hacer un trabajo gratis y en sus horas libres. Esa escena, esa misma escena, se repite todos los días. A nuestro lado. Una escena en la que a veces habrá un hombre. Otras veces, una mujer. Pero siempre, siempre, una persona imbécil convencida de una verdad indiscutible.

¿Qué vemos entonces?

Una pareja está frente a la taquilla del cine, averiguándoselas de cartel en cartel para decidir qué película ver en la próxima sesión. Él pasea su mirada por los títulos. Ella le mira a Él. Cuando Él la mira a Ella, Ella mira a la cartelera, como si huyera de una confrontación de miradas. Sea como sea, no hacen más que mirar. Ni una palabra.

Al poco, Él le dice a Ella: “…Buried”. Ella, como si leyera entre líneas un subtexto que los espectadores no podemos comprender -aún-, le responde a Él: “No creo que sea la mejor opción hoy”. Él, que es incapaz de esconder un evidente desplome de espíritu -brazos pesados, hombros caídos, ojos sublevados, cejas en escapatoria, mariposas muertas en el estómago-, añade la coletilla con una mueca que intenta ser sonrisa: “No pasa nada, ¿qué más da?”.

Él y Ella son jóvenes. Deben rondar los 35 años. Los dos llevan un anillo de compromiso. Están casados. Visten zapatillas coloridas y jerseys a rayas. Parecen Epi y Blas. Me caen simpáticos. No soy el único que sigue la película. El taquillero está tan pendiente de su diálogo como yo. La pausa termina.

“No es buena idea -sigue Ella-, mejor unas risas, ¿no?” Él no parece que tenga ganas ni de reír ni de llorar. Por eso no dice nada. Sólo mira a ninguna parte. Ella no aguanta más:

-Venga hombre, anímate. Ya saldrá algo.

-Son muchos años.

-Sólo es un trabajo.

-¿Sólo?

-Encontrarás otro, no te hundas. Y será mejor.

-Bueno… ¿qué vemos entonces?

-…¿Héroes?

Aspirar a creer

Tenemos miedo. Y esta semana, entre líneas, vamos a hablar de eso: incertidumbre, angustia, inconformismo, desilusión, agonía. La palabra ‘huelga’ centrará los titulares de un país desorientado que no sabe en qué creer. En quién creer. Mientras que unos pintan pancartas y preparan insultos adornados con gestos de impotencia, otros trabajarán bajo la sombra de los puntos suspensivos. Unos y otros, todos, tenemos miedo.

La palabra ‘profesión’ tiene una connotación mística y universal a la que no se le suele hacer mención en las encuestas del paro: ‘pro fe’, la actividad a la que juras lealtad y empeño. Tu lugar en el mundo. La espada con la que cumplir una misión vital. A lo largo de los años desarrollamos una enorme inquietud por ‘ser algo’: médico, profesor, electricista, camarero, empresario, guionista, dibujante, abogado, arqueólogo, periodista…

Las vocaciones nos resucitan y nos dan plenitud. Un maestro que no pueda enseñar o un arquitecto que no pueda construir, aunque viva en la abundancia, nunca sonreirá igual. Por eso, mientras políticos y sindicatos claman al cielo por la crisis, yo miro a mi alrededor y veo demasiados últimos alientos. Jóvenes que desean dar lo mejor, que tienen que suplicar por estar detrás de la barra de otro y que dan por muerto el sueño, antes de empezar. Y adultos experimentados que, en sus últimos años de carrera, tienen que salir con urgencia por la puerta de atrás. Resignados.

George Clooney aún me pone los pelos como escarpias en ‘Up in the air’. Está sentado frente a un padre de familia con deudas al que tiene que despedir. Le dice algo así: “Usted estudió diseño, ¿qué pasó? ¿Cuánto le pagaron al año para que olvidara lo que quería ser en la vida?” Y esa idea es, precisamente, la que más miedo nos da. Que por mucho que reunamos el valor para partir en busca del sueño, parece que ya no existe. Que no hay opción. Sólo crisis.

Pero ya lo dice la palabra: ‘fe’.

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