El día de la marmota

Si hoy fuera otra vez hoy. O ayer. Es decir, que hoy fuera ayer y hoy al mismo tiempo, y también mañana. Porque se repiten, claro. Quiero decir, ¿qué pasaría si al abrir los ojos hoy volviéramos a levantarnos ayer y así todos los días, incluido mañana? Por lo pronto, los oídos de David Bisbal pitarían hasta el infinito. Y no porque un grupo de fans histéricas quisieran batir el récord de cantar el ‘Ave María, cuando serás mía’, sino por las millones de carcajadas virtuales que ha provocado su comentario sobre las pirámides de Egipto en Twitter -vale que hemos sido unos cabrones con lo de #turismobisbal, pero qué arte-.

Celebraríamos la muerte de Eunice Sanborn (qué apellido tan conveniente), la que fuera la mujer más longeva del planeta con 115 años. Una tejana de las de sombrero en ristre que pasó su vida rodeada de caballos y pañuelos al cuello. Una señora que pudo contarles a sus nietos la mágica impresión que supuso, cuando era joven, ver a un monstruoso aparato metálico surcar los cielos. Precisamente al cielo clamaríamos justicia al saber que los controladores aéreos siguen negociando sus sueldos millonarios y que Berlusconi se gasta en prostitutas lo que un mileurista gana en un año. Los mineros de Chile pasarían el resto de su vida en el fantástico reino de Disneyworld, donde Mickey y sus amigos les despertarían todos los días con las canciones de sus películas -con la excepción de la de los enanitos, que no les hace ni chispa de gracia-.

Y nosotros, ustedes y yo, haríamos las cuentas pertinentes para ver cuándo carajo nos podremos jubilar. Temblaremos ante la posibilidad de perder el empleo o de no encontrarlo a tiempo. Seremos licenciados, especialistas, doctorados, masterizados y no sé cuántos títulos más. Pero impotentes ante la subida de la cesta de la compra, los sueldos injustos y la indiscutible certeza de que los ricos son más ricos y los pobres, más pobres.

Si hoy y mañana y ayer fueran el mismo día, y así todos los días, nos levantaríamos una y otra vez con la misma canción de siempre, la de todas las mañanas, como aquél Bill Murray que una vez asesinó a Phill, la marmota de Pennsylvania. Encenderíamos la televisión y nos quedaríamos embobados con la revolución de Egipto. Diríamos algo así como “qué cojones”. Y luego leeríamos lo de Bisbal, lo de Disney, lo de las putas de Berlusconi y el último suspiro de Sanborn.

Cumpliríamos, religiosamente, el mismo error cada mañana: no hacer nada. Feliz día de la Marmota.