Nadie esperaba la temprana muerte de la señora Fredricksen. Su fugaz paso por la pantalla no evitó que nos enamoráramos locamente de ella: su sonrisa vivaracha, su pelo revuelto, esa pasión por volar, por conquistar cimas, por vivir aventuras. El día que clavó la chapa en el corazón de Carl, lo hizo en el de todos nosotros. Pero, sin duda, a él le tocó la peor parte: despedirse del amor de su vida.
No concibo ese adiós. Por mucho que intento imaginar la amargura tan absoluta que debe suponer soltar la mano de ‘esa’ persona, no lo consigo. Pero, supongo, que por eso sigo siendo un aprendiz. Si la vida es una mierda también es un regalo. No hay un extremo sin el otro, de eso estoy seguro. Hace un par de días asistí al funeral de mi tía. Era joven. El puto cáncer. Ya saben. El drama pasaba de unas lágrimas a otras. Sin remedio.
El milagro, lo que no tiene precio, es el cariño tan ensordecedor que arropó a mi tita Mercedes hasta el último momento. Ella, profesora en un instituto de Huércal-Overa (Almería), recibió cientos de besos de familiares, amigos, compañeros y alumnos. Alumnos de ahora y de antes. Semillas que sembró en el camino y que ahora dan sus frutos. Jóvenes que miraban con ojos cargados de emoción la última lección que Mercedes iba a impartir: “vivid; y disfrutad de todo lo que eso conlleva”.
Les hablaba de ‘Up’ porque, durante la misa, mientras miraba a mi tío Guillermo, no podía quitarme de la cabeza los cuatro minutos del principio de la película. Me imaginaba a mí en una situación así, hundido quizás en los recuerdos, incapaz de volver a pensar en aventuras. Y él, mientras, estoico y emocionado, dedicaba la mejor sonrisa que podía a cada nuevo pésame.
Llámenlo esperanza, amor o fe. Pero estoy seguro de que Mercedes, como la señora Fredricksen, será inolvidable. Y él, como el señor Carl, seguirá cumpliendo sueños. Por él y por ella. Por los dos.