En una de mis poco ordenadas pero extremadamente artísticas estanterías, guardo varias cajas de juguetes. Desde que me enteré de que algunas figuras de Star Wars de los años 70 se venden por más de mil euros, decidí que nunca me desprendería de mis muñecos de Spiderman, X-Men y demás superhéroes. Al menos esa es la razón oficial. La que doy a las chicas cuando me preguntan por qué tengo tanto juguete. La verdad es que me encantan mis figuras. Y, si tuviera tiempo, jugaría con ellas todos los días.
Toy Story se estrenó en 1995. Hagan cuentas y sorpréndanse conmigo: Quince años tiene mi amor. Hace poco, por una de esas casualidades de la vida, volví a verla. Me pareció tan genial como la primera vez. De hecho, sigo viendo un habilidoso uso de la técnica que aún hoy luce como nueva.
Woody y Buzz Lightyear han sabido envejecer sin necesidad de retoques mágicos a lo James Cameron. Agradezco que Disney haya vuelto a estrenar Toy Story 2 en versión 3D para que los nuevos niños no pierdan la oportunidad de ver esta genialidad en el cine. Pero lo que hace grande a estos juguetes es que fue, quizás, la primera película de animación que se preocupó por escribir un guión que deslumbrara a los pequeños pero que, al mismo tiempo, ofreciera lecturas muy adultas.
Toy Story abrió una brecha que culmina con las recientes ‘Wall-E’ y ‘Up’. Un tipo de película de aspecto infantil pero que enamora tanto que hay que nominarlas en la categoría de Oscar a la Mejor Película.
La animación, como los juguetes, lucen más en las manos de un niño sin prejuicios. Pero, a veces, gusta verlos en la caja de la estantería recordándonos lo que una vez fuimos. Guardándolos como un tesoro.