Deseo lanzar la pregunta que guía la inspiradora vida de Pi Pattel, pero antes de teclear varios párrafos densos y profundizar en el placer estético y ascético de la película de Ang Lee, me veo en la obligación de dar un aviso para navegantes: no es una película fácil de recomendar. No, nada en absoluto. Sucede algo parecido a lo que vivimos con ‘El árbol de la vida’: reside en los opuestos.
Un amigo me preguntó, al salir de la sala y escuchar lo mucho que había disfrutado con la parábola cinematográfica, si debía ir a verla. Tardé un buen rato en responder. Porque claro, ‘La vida de Pi’ no se debe tomar a la ligera. La cinta goza de una promoción por todo lo alto, decorando marquesinas, enormes murales junto a la carretera, spots de televisión, inclusiones en periódicos digitales… La campaña ensalza la figura de un joven indio que viaja acompañado de varios animales por la inmensidad del océano. “Una aventura sin parangón”. Y no, no creo que sea acertado tildarla de “aventura”. No estamos ante una versión acuática de ‘El libro de la selva’; no estamos ante un film recomendable para niños. Dudo, incluso, que muchos adultos la entiendan.
Es cierto que el primer cuarto de la película juega con elementos bucólicos que podrían encandilar al gran público. Pero el grueso, la mayor parte de las dos horas del metraje, es un contenido reflexivo, pausado y extraordinariamente contemplativo.
No me malinterpreten, no creo que sea una película aburrida. A mí me fascinó. La encuentro impactante, poderosa y atrevida; un prodigio técnico. Pero no es el entretenimiento que cabría esperar tras ver su promoción, no es una épica de infantes, de tigres valientes y monos carismáticos. Es una épica intimista, humanista, religiosa, científica, lógica y metafísica. Es una película compleja. Pero fascinante.
Espero haberles dado una pista útil en taquilla. Mañana hablamos de la pregunta.