El Baile de la Victoria dura 5 minutos. Cinco minutos espléndidos. Los cinco minutos que cierran el nudo de la trama, a falta de veinte minutos para el final de la película. Sobre el escenario de un gran teatro, una chica se dispone a bailar. Su cara, sin ser el rostro de la belleza típica y tópica a la que nos tiene acostumbrado el cine, es preciosa. Concentrando toda su pasión en unos labios tentadores y una mirada que busca la inspiración en su pasado, empieza a mover los pies al son de la música.
El misterio de la escena se multiplica cuando miramos al público del teatro. Todos están embelesados con el baile de ella, Victoria (Miranda Bodenhofer). Hay un joven que la mira con los ojos del que suspira por otra oportunidad, enamorado. Hay un argentino con barba de dos días que intenta concentrar su atención en el resto de la sala, pero lo que ocurre sobre el escenario funciona como un imán que termina por centrarle. Un cubano se esconde tras la cortina. Una señora fuma en lo alto del graderío, orgullosa. Un hombre, incrédulo, toma cientos de notas en su libreta al compás de la música con la que cuatro violinistas subrayan los movimientos de la joven bailarina. Y hay una pistola.
Esos cinco minutos, aislados por completo del resto de la película, funcionan como una honrosa candidata a los Oscars. Son cinco minutos de tensiones, de preguntas, de belleza y arte. Te descolocan, te hacen preguntarte quiénes son, cómo llegaron allí… ¿Por qué baila Victoria? Y sin una sola línea de diálogo; sólo música. Sin embargo, el resto, todo lo que rodea a ese momento, son pastiches. Estopa. Paja que emborrona el resultado, pese al más que evidente interés de su director, Fernando Trueba, por conseguir imágenes poéticas, diálogos memorables y metáforas a caballo.
El baile de la Victoria es una pena. Es un cúmulo de intenciones para convertirse en una gran historia. Un quiero y no puedo que llega a esclavizarnos a escenas encadenadas con pinzas. A encontronazos excesivamente fortuitos entre los protagonistas y a pequeños dramas inconexos que no consiguen nuestra empatía. La historia de Ricardo Darín y Abel Amaya -Amaya, por cierto, más cercano al Chapulín Colorado que a cualquier otra cosa-, dos ladrones en busca del gran golpe, termina por darnos igual. Trueba no lo consigue, excepto en cinco minutos de gloria.