Fama sigue siendo una película sobre el éxito y el fracaso. Sobre la Crisis. En un momento en el que la sociedad nos invita a un suicido colectivo de vocaciones en pos de un trabajo prometedor, una carrera universitaria con salida y un coche mejor que el del vecino, es maravilloso recordar que una vez quisimos ser héroes.
Para los que vieron la cinta original de 1980 (ganadora de dos Oscar) no encontraran ni un ápice de originalidad en la película de Kevin Tacharoen, cuyo trabajo en producciones musicales es notable, pero no tanto en el cine. La enorme lacra de originalidad no resta el mérito de haber rehecho la historia con un sabor a nuevo, a moderno, que encantará a los jóvenes que nunca vieron a Leroy y compañía.
El mensaje de Fama, quizás, es ahora más relevante que cuando se creó. Hay dos pilares básicos: por un lado, el respeto supremo a la figura del profesor, del maestro, alguien que sabe por lo que estás pasando y que no dudará en hundirte si es necesario. En ponerte los pies en la tierra. Ni tampoco, por supuesto, en recordarte que el talento, sin trabajo, no sirve de nada. Pero lo que sigue haciendo grande a Fama es el esfuerzo. Valor olvidado en la sociedad del todo gratis y rápido. Virtud relegada a parodia gracias a programas de famoseo, éxitos pasajeros y pelotas al aire en portadas de revistas del corazón.
Los diálogos, cruzados en un montaje muy dinámico, lanzan el guante a todos los que ansiamos con todo el alma corresponder a una vocación. Fama no es sólo un espectáculo de música, danza y luces despampanantes. Fama es la reflexión que debe hacer el estudiante de Bachillerato y el trabajador desanimado: “Si yo siempre soñé con ser héroe, ¿por qué conformarme con esto?” No es la película de sus vidas, pero, si les apetece un rato entretenido, es una buena -y marchosa- opción.