Unos minutos antes de entrar a la sala de cine, fui a tomar una cañita a uno de los bares que pueblan el centro comercial. Nada más acercarme a la barra me encontré con el típico amigo que ves poco pero que siempre te alegra la tarde. ¿Cómo te va tío? “Pues me han despedido”, me responde Axel, mi colega, con una enorme sonrisa en la cara. ¿Qué, en serio? ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Qué pasó? ¿Estás bien? “Sí, sí. Fue una de estas cosas que te hacen pensar que al final los buenos ganan”. ¿Por? “Pues porque la misma mañana en la que iba a decirle a mi jefe que dejaba el trabajo me llamaron para echarme -sonríe más, si cabe-. Tenía que salir de allí, el curro me estaba matando. Y las cosas han salido solas. Algo bueno va a pasar”.
Cuando terminaron los títulos de crédito de ‘Up in the air’ me fue imposible no acordarme de mi conversación previa con Axel.
Otro de los grandes temas de la película de Jason Reitman es la invasión tan abominable de las nuevas tecnologías sobre cualquier faceta de la vida, por muy humana que parezca. Y, de ahí, parte mi segunda anécdota:
El domingo se me rompió el ordenador. Caput. Finito. Ni palante ni patrás. El botón del power es tan inútil como el de la chaqueta. Me pasé las horas muertas intentando reanimarlo. Maldecí a Santa Tecla y al Santo Ratón. No poder revisar mi email, ni mi cuenta de Twitter (www.twitter.com/jecabrero, por si gustan), ni el Facebook, ni las noticias, ni poder escribir, retocar fotos o jugar al buscaminas. Sentí una frustración y una dependencia -¿adicción?- que me asustaron. Más tarde, me enteré de que la abuela de una amiga había fallecido. Y me sentí miserable. ¿Por qué daremos tanta importancia a la tecnología y tan poca a lo sensible? Más hablar y menos chatear.