Uno de los titulares que daba la prensa nacional fue “muere el último rebelde”. Y añadían: “Muere uno de los miembros de aquella generación que hizo del alcohol y las drogas su máxima expresión”. Dennis Hopper no fue un cualquiera. Y su fallecimiento es otra de esas metáforas que nadie escribió pero que, algún día, serán leídas en los libros de Historia.
Efectivamente, Hopper confesó que durante su juventud bebía tres litros de ron cada dos días y se metía, de sol a sol, una media de diez rayas de cocaína entre pecho y espalda. Esa época maldita coincide con la de sus mayores triunfos en la gran pantalla. Un éxito envenenado que no tardó en convertirse en el pago a satanás por un alma malvendida.
Tras su caída pública y su confesa vida pecaminosa, el bueno de Dennis intentó recuperar ese protagonismo cinematográfico que otrora fue motivo más que suficiente para morir de taquillazo. Sin embargo, tuvo que conformarse con una cartelera repleta de secundarios perversos que, en general, no dieron la talla. Se me vienen a la memoria dos papeles para olvidar: el líder de la banda de ‘fumadores’ de la penosa y derrochadora ‘Waterworld’ y Bowser, el archienemigo de Super Mario, una versión cutre de los lagartos de ‘V’ con un derroche de humor no pretendido.
Hablaba de metáfora porque Dennis Hopper encarna el espíritu del Hollywood que se esnifa la vida y sonríe a la cámara de fotos, a la mañana siguiente, con una mirada enturbiada por unas gafas de sol de marca. El recuerdo pondrá el sostenido en ‘Easy Rider’, su legado, para, a reglón seguido, enumerar películas de auténtica serie ‘b’ que quedarán en anécdota. La pregunta es: ¿Realmente murió con él la generación de los malditos? Que las jóvenes estrellas lean en los libros de Historia la vida de Dennis Hopper. Y que aprendan.