Eran cerca de las seis de la tarde cuando todos se quedaron boquiabiertos con las fotos que ya daban la vuelta al mundo por Internet. Cada click sonaba como un humillante signo de admiración que berreaba contra la naturaleza. Las imágenes del crudo expandiéndose como la grasa en la sartén fueron el prólogo de la desgracia de miles de animales que veían su piel marchitar con ropa de marca. BP firma el abrigo que terminó por ahogar la vida en el mar. Pero no fue hasta ayer, a las seis de la tarde, cuando vimos el espeluznante plano. La toma inicial. La precuela de la saga. El horror de empeñarnos en superar, con sorna, la ficción con realidad.
‘Deepwater Horizon’ no es el título de una película de Jerry Bruckheimer (‘Prince of Persia’, ‘Piratas del Caribe’). Por ahora. Es el nombre de la plataforma petrolífera que ha originado el mayor desastre biológico de la historia de Estados Unidos. Y, perdonen la ironía, pero parece que todas las decisiones políticas y económicas de los USA se tomen pensando en su versión cinematográfica.
EE.UU. está acostumbrado a darle aires de grandeza a éxitos y fracasos. Convirtiendo -quizás banalizando- el drama en un goteo incesante de líneas para un nuevo guión. Tan sólo espero que la película sea fiel a la realidad y que cuente cómo, al final, ganaron los buenos y perdieron los malos. Perdieron las barbaridades, las decisiones macroeconómicas y la desinformación.
Sin embargo, la gota de Fairy que limpie el estropicio, por arte de magia, parece que no llega (se habla hasta de bombas atómicas). No hay inteligentísimos científicos que descubren la solución ni ávidos periodistas que sacan lustro a la verdad. Porque aquí, la única verdad es que el cine nos ha creado demasiadas expectativas. Y el mundo rebosa mierda por los cuatro costados.