Aldo Sambrell

Aldo Sambrell no fue un hombre bueno. Ni feo. Ni malo. Su nombre no aparece subrayado y en negrita en las enciclopedias de cine. Tampoco fue uno de esos tipos de mirada azul electrizante y una estantería repleta de galardones, títulos honoríficos, medallas y demás utensilios de baño. Porque Aldo Sambrell, antes que famoso, era actor. Un trabajador. Un artesano que cuidaba los detalles de la voz al igual que un alfarero mima el barro que cae del torno.

El sábado murió. La bomba informativa, como pueden imaginarse, fue inexistente. Sambrell nació en Vallecas, hace 79 años. Su cara es como la de aquel niño con el que jugabas de pequeño, en el patio del colegio, pero que luego nunca volviste a ver. Hasta una tarde de otoño, cuando te lo cruzaste por la calle y pensaste “¿de qué me suena esta cara?” Él fue el malo de un centenar de ‘spaguetti westerns’ en sus años mozos. Y, de viejo, Dios sabe cuántas veces se habrá enfadado al escuchar lo de eres más lento que el caballo del malo. “Qué sabréis vosotros de caballos”, pensaría.

Uno, que cree en la justicia poética, está convencido de que algún productor de Hollywood, revisando los periódicos del día, leerá la biografía de Aldo y verá, rápido como una bala, que su vida fue un guión maravilloso: huye de una guerra en Madrid, crece en México, se convierte en futbolista en el Puebla y Monterrey, cantante de rancheras, estudia Arte Dramático en Suecia, vuelve a España, juega en el Alcoyano y en el Rayo Vallecano… Y, en 1962, debuta en ‘Atraco a las tres’.

Lo de morir no fue nada nuevo para Aldo. Ya lo había hecho cientos de veces a manos de Charles Bronson, Yul Brynner y Clint Eastwood. De hecho, el fue el único actor que participó en las tres películas de ‘La trilogía del dólar’ con el gran Sergio Leone. Y, puestos ha hablar de leyendas, también participó en ‘Aquí llega el Condemor, el pecador de la pradera’, con Chiquito de la Calzada.

Si el éxito se mide por los resultados que genera un apellido en Google, Sambrell no alcanzó la fama -tal y como la conocemos hoy-. Pero si el éxito, la felicidad, es cumplir con una vocación latente durante todos y cada uno de los días de tu vida, Sambrell fue extraordinariamente feliz.

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