Lo que nos conmueve de Toy Story es que bebe de un lugar común. Un recuerdo tan válido y emocionante para un niño como para un adulto. Los juguetes son nuestro primer ejercicio de imaginación, la primera página a un reino sin fronteras ni imposibles que, poco a poco, vamos relegando a un lamentable segundo plano del día a día.
Los juguetes nos enseñaron grandes lecciones inolvidables que siempre serán útiles: Por muy feo que sea Skeletor, no hay razón para tenerle miedo si He-Man porta su espada de Greyskull; las apariencias engañan. De hecho, nunca debes fiarte de alguien que quiere ser tu amigo de buenas a primeras, probablemente debas pasarle un imán por la cara para descubrir que no era un Madelman de los buenos. Porque los malos siempre pierden como reptiles escurridizos ante las fuerzas de los G.I.Joe. Y si se trata de construir grandes fortalezas, hay que saber diferenciar entre Lego y Tente, pues cada marca tiene sus pros y sus contras. Mecanos para forjar, Micromachines para conducir y un precioso barco pirata de Playmobil -los clicks de toda la vida- para abordar las solitarias granjas de los Pinypon.
Woody y Buzz representan a aquél niño que un día guardamos en una caja de zapatos, debajo de la cama, para dedicarnos a afrontar las inquietudes de un mundo que olvida por momentos lo emocionante que era viajar en cohete o cabalgar sobre Perdigón.
No les estoy diciendo que limpien el polvo de sus viejos juguetes y pasen la tarde guarnecidos en una fortaleza de almohadas -o sí-. Pero, ya que están leyendo esto, les invito a que dediquen un segundo a recordar lo mucho que querían a sus figuras. La seguridad tan irracional que suponía portarlos en la mano, como si fuera una espada. O un escudo. Busquen esa tarde de sábado tirados en el suelo de su habitación, repitiendo con mimo la escena en la que Han Solo escapa de los imperiales gracias a su fiel amigo Chewbacca y a la nave más rápida de la galaxia conocida, el Halcón Milenario.