“El dinero es una puta que nunca duerme”. Esta frase -que se repite hasta la saciedad- no sólo guía la secuela de la película que nos dibujó con tanta pasión la bolsa de Nueva York, sino que bien podría usarse para describir a los productores, guionistas y al mismo Oliver Stone. Desde el minuto uno es más que evidente que el equipo de rodaje se pone a las órdenes de la pasta. A saber: una secuela rodada por y para la crisis, con una historia simplona y previsible que busca el impacto estacional y la taquilla rápida. Vaya, una prostitución fílmica* en toda regla.
No deja de ser irónico que una película que dibuja a la economía global como sistémica y enfermiza -la compara con un cáncer-, manipulada por cuatro gatos que fuman puros sentados en sillones de cuero bajo un cuadro de dos por dos en el que unos perros descuartizan a un perro, se atreva a criticar un sistema que favorece con su sola existencia.
La cinta arranca con un Gecko (Michael Douglas) desaliñado, recién salido de la cárcel, en la que es, posiblemente, la única escena sobresaliente de la historia -sí, la que se vimos en el tráiler…- Dos minutos después, la narración se pierde en términos incomprensibles, paranoias visuales que llegan a pecar de cutrería y clichés repetitivos.
Pero lo más insultante de la película es su visible cobardía. Al final -que no destripo-, deja una sensación incoherente, inconexa y forzada. Se ve que Stone prefirió dar una versión más ‘Disney’ de la realidad hacia los cinco últimos minutos, lo que choca con las dos horas de muestrario de canallas, soplagaitas y cantamañanas.
Y, que conste, que las primeras víctimas del invento son los actores. Michael Douglas, Shia LaBeouf, Josh Brolin y Carey Mulligan siguen siendo grandes actores. Pero por mucho empeño que le pongan, el guión es lo que es. En fin, poderoso caballero es don dinero.
*(término patentado por JeCabrero).