Las historias son la medicina del alma. La única receta capaz de herir y curar al mismo tiempo. El compuesto universal indicado para erizar cada poro, cada vello. Pueden narrar la exasperante aventura de un burro que quería aprender a leer y, aún así, seguir siendo verdad. De la que os hará libres. El personaje más irreal se convierte, sin remedio, en el amor de nuestra vida: la idea, la inspiración, la vocación, la sustancia, el mito, la leyenda.
Todas las historias son importantes. Lo es la novela que hizo que una generación entera descubriera el dolor que había al otro lado del muro. Pero también lo es la clase del profesor de Historia, apasionado por transmitir los detalles de una sociedad revolucionada con la industria. Y la exposición de un jefe de ventas de una sucursal bancaria. Y la noticia del periódico que recoge la última actualización de los datos del paro. Y la forma en que el frutero explica, con todo lujo de detalles, cómo brillaba el sol cuando recogió los tomates. Y la columna semanal que entretela un enorme ‘fondo de almario’. Y el cuento que la madre emplea cada noche para hacer dormir a la pequeña Eva. Y, por supuesto, la forma en que entraste, la otra noche, a aquélla chica tan guapa del bar de la esquina.
¿Se han dado cuenta? El primer bisonte empezó a decidir quiénes íbamos a ser. Las historias, en cualquier formato que puedan imaginar, dictan nuestra existencia. Una historia es una vida plena: presentación, nudo y desenlace. Con la tremenda y poderosísima diferencia de que, si se hace con maestría, pueden esquivar la muerte y hacerse eternas. Son la fuente del maná, el cáliz de la inmortalidad.
En realidad no sé si todo esto es verdad. Sólo sé que he vuelto a reír y a llorar cuando Pearl Jam conquista los títulos de crédito de ‘Big Fish’. Menuda historia.