Slumdog Millionaire

Es sábado por la noche y hay mucho que celebrar. Entre cerveza y cerveza, el brindis por “un futuro prometedor” se repetía una y otra vez. Y siempre con la misma euforia del primero. A ver, que no todos pueden decir que tienen un médico entre sus amigos. Recostado sobre el codo izquierdo forcé la mirada por la clásica penumbra de bareto para descubrir en las caras de los presentes ese tímido orgullo que todos sentimos por los que nos rodean, pero pocas veces comentamos. “Son gente de éxito”, me digo. Y lo son, de verdad.

Aquella semana mi trabajo no había lucido mucho. Lo más bonito fue hacer un reportaje para el periódico de unos talleres de ‘break-dance’ que dos fenómenos llevan en un instituto granadino. Os cuento: se juntan dos veces por semana y les enseñan a los zagales a dar esas volteretas tan espectaculares y a nivelar su peso en una sola mano. Después de dar un nuevo trago a mi ‘Alhambra’ y de descubrir que el suelo bailaba a mis pies, la imagen de sostener mi cuerpo con cinco dedos me resultó especialmente graciosa -y rematadamente imposible-.

Lo bonito del taller es la utilidad que le está dando a los chavales, los auténticos protagonistas. Tal y como me contaron los responsables, “están subiendo las notas y ganando autoestima”. Creo que ya es muy típico, pero en mis tiempos las clases eran poco eclécticas. Todos teníamos un tono de piel parecido, una religión parecida, una cultura parecida, una rutina parecida… Ya no es así. Gracias a Dios. En aquella clase de break tampoco. Un alumno llamó especialmente mi atención. No sabía mucho de él, ni siquiera su nombre. Sólo dos cosas: es indio y no se le da muy bien lo del hip-hop.

Un leve toque en el hombro me saca de mi ensimismamiento alhambrista y me obliga a desplazar el codo de la barra. Me topo con un ramo de flores delante de mi cara y una pregunta: “¿Una rosa?” Ya saben, un clásico de la noche granadina. Conforme iba tornando mi gesto en una hipócrita sonrisa de negación, vi la verdad tras el jardín.

-¿Tú? ¿Tú estabas el otro día en clase de break-dance?

-Sí -me responde y sonríe. Él también me ha reconocido. Durante un par de segundos nos miramos a los ojos intentando prever por dónde nos va a llevar esa conversación-.

-¿Pero qué haces aquí?

-Trabajar.

-¿Qué edad tienes?

-13 años.

-Tú no tendrías que estar aquí. Es muy tarde… ¿Por qué lo haces? -Seguramente si volviera a repetir aquella situación no sería tan directo en mis preguntas… Pero bueno, ya saben lo que dicen de los niños y los etilizados.

-Tengo que ayudar a mi hermano, que no puede trabajar hoy. Aunque ya no lo voy a hacer más, ha encontrado un buen trabajo y parece que no tendré que seguir.

-Vaya…

-Bueno…

De entre las flores sale una mano que busca comprensión. Estrechamos. Me vuelve a sonreir y se marcha entre empujones.

Todavía me pregunto por qué no paré a aquel chaval. Por qué no le pregunté “¿cuánto vale el ramo?” Por qué no le di el dinero que me pidiera y por qué no le dije: “Vete a casa, amigo”. Todavía me siento como un maldito majarajá viendo la tragedia sobre 12 cojines de colores. Como la persona que evitó que un pequeño vendedor de rosas se convirtiera en ‘millonario’ por una noche.

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