El rostro de Pete era uno de esos carismas curtidos con el tiempo. Un vino añejo que ganó sabor, textura y empaque con cada fotograma rodado. Esas facciones tan abultadas, casi perfiladas con un basto cincel, se tornaban en odio y alegría al son de unas cejas repletas de matices. Sin duda, uno de los pocos actores que supo encontrar el romanticismo en la palabrota y la expresión en un “joder”.
La muerte de Pete Postlethwaite es otra de esas maravillosas historias de perdedores que terminaron ganando. Protagonista en segunda fila, sus trabajos nunca dejaron indiferente. Desde aquel monje de ‘Dragonheart’ que cantaba las hazañas del valiente Bowen, hasta su interpretación más reputada en ‘En el nombre del Padre’, el bueno de Pete siempre cayó en gracia. Este ‘Sospechoso Habitual’, paradigma del Umberto Eco buscador de la fealdad, terminó su carrera como mafioso de barrio en la más que excelente ‘The Town: ciudad de ladrones’, en la que Ben Affleck tuvo el atino de sacar su faceta más elaborada: el cabrón con pintas. Que lo borda.
Dentro de unos meses, en el Kodak Theatre, después de un emocionante vídeo de varios minutos de duración, la fotografía de Postlethwaite arrancará -junto a la de otros tantos que nos dejaron este año- una ovación unánime de los ‘auténticos’ protagonistas de Hollywood. Probablemente, muchos de esos niñatos consentidos mirarán con orgullo a la pantalla y dirán “yo trabajé con él” o “era todo un actor”, con el falso orgullo del que se sabe mejor, más exitoso y triunfador.
Postlethwaite no fue un ídolo de masas. Quizás, incluso, sea la primera vez que intenten recordar su apellido. Pero fue un profesional. Un actor de carrera y vocación, de los que buscan el gesto en el espectador y no la gracia en el bulto. Spielberg lo calificó, después de ‘Parque Jurásico: El Mundo Perdido’, como “el mejor actor del mundo”. No sé si exageraba o hacia marketing -posiblemente ambas-, pero es cierto que hoy, a todos los amantes del cine, nos gustaría estar viviendo un profundo sueño al son de una peonza que gira y gira sin parar, mientras que Maurice Fisher nos induce una idea de inmortalidad.