Uno de los regalos que -por desgracia- se ha vuelto más recurrente es el móvil. Queremos uno que haga fotos y vídeo, con el que poder chatear con los colegas, actualizar el estado de twitter, jugar a la granja de Facebook y descargarnos música. Queridos todos, sepan que ya puede ser tan rematadamente bueno el aparato en cuestión que todos, insisto, todos y cada uno de ellos tienen el mismo fallo en su adn: las compañías telefónicas.
Me hace mucha gracia el juego este que nos traemos para cambiar de móvil. Ya saben: llamas a tu compañía, les dices que te vas si no te dan lo que quieres, ellos te mandan a freír espárragos, llamas a otra compañía y te dan lo que pedías. Entonces, te vuelven a llamar los de tu compañía inicial y te ofrecen algo todavía mejor. Este ‘Denzel Washington way of life’ a lo ‘Negociador’ nos encanta. Nos hace sentir dueños de unos señores que, en realidad, hacen lo que les da la gana con nosotros. Pero bueno, mejor vivir en la ignorancia.
El caso es que hace poco un amigo, desesperado después de que la compañía en cuestión le cobrara todos los meses, sin remedio, un cuarenta por ciento más en su factura, volvió a llamarles para especificarles con todo lujo de detalles por dónde podían introducirse la enorme pantalla táctil de su nuevo y flamante mamotreto.
Después de mucho pensar he llegado a la conclusión de que uno de los estrenos más relevantes del año, ‘Buried’, no es más que un canto a la agonía del cliente de una compañía de teléfonos: esclavos de la música satánica de espera, de las voces al otro lado que quieren grabar nuestra propia defunción y de las llamadas que valen más de lo pactado por no ser un número frecuente. ¿Se imaginan que el protagonista de ‘Buried’ hubiera utilizado una de sus pocas llamadas para cambiarse de compañía telefónica?