El sábado por la mañana, antes de llegar a la redacción, hablé con mi padre. Bueno, él habló conmigo -a esas horas no soy capaz de articular palabra-. Sus ojos tenían una expresión extraña. La carga emotiva, brillante, del que se empeña en no llorar. Se acostó tarde, escuchando la radio, y tenía un mensaje entrecortado por puntos de amargura: “Hoy. Posiblemente. Se muera el más grande. Severiano Ballesteros. El hombre que me descubrió el golf. Si pasa. Tratadlo como se merece”. Y pasó.
Tonterías de la vida moderna, cuando llegué a la redacción y vi la portada de ideal.es, lo primero que hice fue escribir en Twitter un mensaje de pésame a mi padre: “Lo siento papá, Seve ha muerto”. Un mensaje que él no iba a leer, pero que condensaba la auténtica sensación que yo tenía. La que tantos pudimos tener esa mañana.
No sigo el golf. Conozco los nombres que a veces suenan en la tele y, la verdad, tampoco me llama la atención como deporte para practicar. Tampoco vi nunca una victoria de Seve ni perdí horas de sueño para ver el partido que coronaría a Europa sobre Estados Unidos. Y, sin embargo, les juro que sentí la pérdida. Puede que por la bravura con la que desafío al malnacido cáncer de los cojones, por su tremendo carisma o porque encarna una de esas historias maravillosas con protagonistas humildes que alcanzan la más grande de las cimas.
O, quizás, fue por la pasión. No me quito de la cabeza el monólogo del genial Guillermo Francella en ‘El Secreto de sus Ojos’ (Juan José Campanella, 2009): “Las pasiones, amigo. Las pasiones nos definen para bien y para mal”, decía para descubrir la importancia del fútbol en el caso. La pasión de Seve contagió a mi padre. La pasión de mi padre me contagió a mí. ¿Qué no hará la pasión de millones de personas en todo el mundo? No nos definen las aficiones; somos golpes de pasión.