Sepan ustedes que soy un paranoico. Dicho lo cual, hablemos de lo de las palomitas. Sé que para muchos es un ritual sagrado: comprar las entradas, apoltronarse en la butaca y pimplarse un enorme cubo de palomitas a tutiplén. Y me parece correctísimo, oigan. Yo mismo he disfrutado cual gorrino de unos Doritos, unas Lays, unos M&Ms o cualquier otra fascinante grosería contra la alta cocina. El asunto está en el verbo: disfrutar o ser.
Si yo quisiera ver una película con una calidad mediocre, me la descargaría de Internet. Sin problemas. Pero voy al cine a disfrutar de todo el tinglado: imagen portentosa, sonido envolvente, el aroma a butaca… Todo va en el pack. Así que cuando se pone a mi vera un troll de las cavernas que mastica como si le fuera la vida en ello, taponando el propio sonido del filme en cuestión, me toca los mismísimos.
Les voy a contar la última, mientras veía ‘Agua para elefantes’. Es posible que mi percepción subjetiva haga que difame sobre el aspecto de las dos protagonistas de la anécdota, intentaré controlarme. A la sujeto número uno, sentada a dos butacas a mi izquierda, la llamaremos ‘Orco’. A la número dos, justo una fila por delante, ‘Princesa’. Orco y Princesa portaban sendos cubos de palomitas. Idénticos. A priori, ambas parecen humanas, por lo que están capacitadas para comer sin armar un escándalo. Sin embargo, mientras que el suave deglutir de Princesa sucede con normalidad, sin llamar la atención ni sobreponerse a los diálogos de Pattinson y compañía, las asquerosas dentelladas de Orco se escuchan en toda la sala. Mastica a gritos, carajo.
Yo, además de paranoico, soy comprensible. Y transigente. Pero sobre todo paranoico: amigos y amigas comedores de palomitas en el cine, por favor, pensad en el resto de la sala y en los gilipollas como yo que se levantan en mitad de la función para decirle a ogros maleducados que “basta ya”, que “es insoportable”, que “no escucho la película”. Sean princesas, por favor.
De los chicles mejor no hablamos.