“Era un niño que soñaba un caballo de cartón. Abrió los ojos el niño y el caballito no vio. Con un caballito blanco el niño volvió a soñar; y por la crin lo cogía… ¡Ahora no te escaparás!” La primera vez que leí el poema de Machado supe que se trataba de una canción infantil con una rima pegadiza. Años más tarde, presté atención: “Apenas lo hubo cogido, el niño se despertó. Tenía el puño cerrado. ¡El caballito voló! Quedóse el niño muy serio pensando que no es verdad un caballito soñado. Ya no volvió a soñar”. Y entonces, sin lugar a duda, comprendí que trataba de la vocación, de lo que queremos ser en la vida. Sin embargo, hace poco, fui consciente de la verdad: “Pero el niño se hizo mozo y el mozo tuvo un amor, y a su amada le decía: ¿Tú eres de verdad o no?” Claro, Machado me hablaba del amor.
‘El árbol de la vida’ no es la película a la que estamos acostumbrados. Lo más probable es que estén rodeados de personas que no aguanten sus dos horas de proyección. De hecho, son muchos los que abandonan a mitad. No les culpen. Ni tampoco se sientan superiores. O inferiores. Porque la grandeza de la obra de Terrence Malik es que permanecerá ahí, eterna, hasta que llegue el momento de odiarla o amarla.
Si usamos un simple paralelismo, las películas ‘normales’ son novelas que componen una narración con más o menos profundidad a través de un texto y unas imágenes. ‘El árbol de la vida’ es una poesía que no muestra, sino que evoca, que no narra, sino que fluye; que no pasa las páginas, termina los versos. Una sucesión de fuerzas, de experiencias, que ensayan sobre el más puro, íntimo y auténtico sentido de la vida sin despreciar ninguna de las dos partes de la balanza: razón y fe. Bondad y maldad.
Por toda esa amalgama de sensaciones que podría provocar, sería absurdo no darle una oportunidad a ‘El árbol de la vida’. Ahora que, no les engaño: no pienso volver a ver la película. No, al menos, hasta que otro actor interprete mi papel.