No puedo entender la existencia de un solo hombre que sea incapaz de amar a las mujeres. Y voy más allá de la simpleza de lo sexual: La mujer, como ser vivo, es el gran regalo de la humanidad, causa y efecto de nuestra existencia. La mitad bella, sugerente y sensible. Dueña de la calidez, la inspiración, el instinto y la supervivencia. Brava como el mar y cariñosa como los rayos del sol. Una fuerza de la naturaleza irrefrenable, tan Venus como Marte, tan sueño como realidad. Por eso, cada vez que leo que un maldito hijo de puta, un cabrón malnacido o un desgraciado inepto educado con declinaciones de poder, pega a una mujer -una esposa, una madre, una hija-, se me cae el alma a los pies.
Qué asqueroso mundo el nuestro si aceptamos, con aspecto de rutina, la violencia. Los titulares de la mañana suelen traer desgracias repartidas por el mundo que saben ajenas. Letras, fotografías y vídeos que pasan como una página más del noticiero. Y eso es peligroso.
El lunes leímos cómo un anormal golpeó a una joven cuando volvía a su casa tras pasar una noche de fiesta con sus amigos. La dejó en el suelo, desangrándose. A expensas de un buen samaritano que quiso la providencia poner allí, por casualidad, antes de que la pena fuera incorregible. La chica sigue recuperándose de sus heridas en el hospital mientra que todos nos preguntamos por qué. Por qué ella, por qué así, por qué él.
Temo que malinterpreten la idea, pero allá va: a veces hay que joderse. No hay otra. La tormenta empieza y el rayo cae sin preguntar. Y es entonces, cuando no quedan lágrimas y el miedo se instala en la punta de los dedos cuando no queda otro camino: hay que ser valiente, fuerte y resurgir de unas injustas e inesperadas cenizas. Porque la violencia no puede ganar. Porque no es el momento de achantarse. Porque toca luchar al lado de todos que os aman. De todos los hombres que amaban, aman y amarán a las mujeres.
Hay luz.