A Roma con amor

Roma es, haya o no haya ido, el lugar al que más tarde se referirá como un instante. Como el prólogo de los errores más importantes, graves y bellos de su vida. Roma es el misterio original del que nace y del que muere, el chispazo del romance, los cimientos de la locura y la fotografía que abre las puertas que nunca llegaron a cerrarse. Un latir sinfónico y rebelde que acomete la conquista del tiempo con la solidez de la piedra y la fragilidad de la rosa. Roma es tan consciente del drama y la comedia que ordenan el universo como cualquier otra parcela de la Tierra. Pero Roma, a diferencia del resto, es dueña de su risa.

‘A Roma con amor’ dibuja sobre el colosal lienzo italiano -qué bonita sale la ciudad- cinco historias que rondan, a su manera, el mismo tema: el día que todo cambió. Así como el soldado revive los estallidos y la guerra al volver al campo de batalla, Woody Allen sitúa en Roma, la ciudad eterna, el origen primigenio del chasquido que desvió la historia -cada cual la suya-, la decisión que nos tornó en rebeldes de lo establecido. O en todo lo contrario.

¿Quién no sueña con ser cantante cuando escucha su voz en la ducha? ¿Y si un día fuera tan famoso que su sola presencia alterara el orden de las cosas? ¿Eligió al amor de su vida o a la persona que era más razonable? ¿Mereció la pena aquella erótica aventura que nunca jamás contó a nadie? ¿La muerte empieza con la jubilación?

Y toda esta amalgama de filosofía profunda y dramatismo existencial, irónicamente, se presenta como una estupenda comedia que no borra esa sonrisilla que deja el fino y bien hilvanado humor de Allen. Porque todos los personajes, y sus fobias y paranoias (Roberto Benigni, Alessandro Tiberi, Alec Baldwin, Alessandra Mastronardi, Jesse Eisenberg, Penélope Cruz, Ellen Page), son versiones esquizofrénicas del propio Woody Allen. Y todos a merced de Judy Davis, que interpreta a la mujer de Allen, una psicóloga retirada.

Sobre la reflexión final de la película, genial, pronunciada por un chófer sin importancia, hablaremos otro día. Que no se la quiero estropear. Mientras, sigamos escuchando el “volare, uo-oh, cantare, uo-oh-oh”.

 

 

 

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