Al llegar a casa, aún rezumaba el olor de las castañas entre mis dedos. Me fui fresco y vuelvo helado, pienso. Es entonces cuando el aroma a brasero y bufanda impregna la solidez de mis botas y firmo consciente la llegada de una nueva hora. Una nueva temporada. Monto el fortín junto al teclado, a la espera de la próxima batalla con el papel en blanco. Bebo sorbos de un refresco que perdió su fuerza hace días y busco hambriento algo que picar en la nevera. Entre idas y venidas, pulso play y dejo que la música rellene los espacios de mi archienemigo.
El leve susurro de las cuerdas acariciando el tintineo del piano previene la llegada de una voz que sabe a arenga, a una carrera sobre una montaña inmortal. La música me transporta a una larga estepa repleta de héroes ávidos de épica y le imagino a él, un protagonista desdibujado pero carismático, arañando los rostros de un oscuro ejército de tinieblas. Cabalga al son de la música y su ambición no decrece, no desaparece, solo sigue y sigue por un camino roído por las huellas del tiempo.
“Ayúdame, agárrame, porque soy un vagabundo desesperado, un hopeless wanderer”. La guitarra golpea fuerte y la desgarrada voz se torna en ambición, en deseo, en una razón para marchar las horas que hagan falta. Sigo escuchando la música. Me siento como aquel Bastian protegido de la tormenta, fisgoneando entre los ojos de Atreyu a un gigante de piedra y un jinete de caracoles que desconocen el significado de la nada.
Ha vuelto, me digo. Ha vuelto otra vez, me repito. Suena ‘Lover of The Light’ y me decido a acompañar a los Mumford & Sons con el único instrumento con el que podría ser parte de la orquesta. El teclado se cuela, gentilmente, entre las emocionantes notas de este otoño nuestro. De éstas nuestras historias, sean como sean.