Descubrió que el cine le hacía feliz y, desde entonces, acude religiosamente tres veces por semana. Si el trabajo y las obligaciones no se lo impiden, se sienta en la butaca número 13 de la fila 6 todos los lunes, jueves y domingos, en la sesión de la noche. Cuando le preguntan, responde escueto y sincero: me gusta. El médico le dice que debe hacer deporte. Que debe salir a la calle, andar, apostar por la vida sana y abandonar el sedentarismo. «No hombre, no deje usted de ir al cine, pero haga otras cosas», le explica el doctor. Él, sin embargo, dispone de pocas horas libres y no está dispuesto a reducir su ración de cine, por muy calórica que sea.
Y es muy calórica. Su amor por las películas comenzó el mismo día en que entró al cine aquella tarde de verano, por casualidad, por despecho tal vez, y pidió a la simpática vendedora del puesto de chucherías un cubo de palomitas y un refresco de naranja. Después de varios años, vendedora y cliente se saludaban con cierta complicidad, sin cambiar un ápice. Hasta que un día ella incluyo una línea inesperada en el diálogo: «¿Quiere algo más, una chocolatina?» Y claro, sucedió lo único que puede suceder cuando te sugieren algo con esos ojillos transparentes: «Vale, me apetece».
Desde entonces, cada cierto tiempo, añadía algo nuevo a sus lunes, jueves y domingos: palomitas, refrescos, chocolatinas, osos de gominola, frutos secos, nachos con queso… hasta helados, cuando hacía calor. Así que es comprensible que el hombre alto y elegante que entró una tarde de verano en el cine, se haya convertido en ese señor pesado, lento y plasticoso que respira entrecortado en los títulos de crédito. Ella, que sigue igual que el primer día, con la misma sonrisa y la misma cariñosa despedida («¡hasta la próxima!»), empezó, hace años, a fijarse en las películas que veía el hombre.
Dramas, romances, aventura, ciencia ficción, documentales… Lo veía todo. Lo curioso, piensa, es que de un tiempo a esta parte –años, quizás–, el hombre repite películas. Ella siempre tuvo buena memoria y está segura de que hay filmes que ha visto varias veces. Se preguntaba por qué alguien querría releer la misma historia tan pronto y no probar una nueva. Pero hoy, cuando le pidió su refresco y una barra de chocolate, descubrió en su entrada un título repetido y en sus ojos una explicación que lo desvelaba todo. Hoy se ha despedido con otras palabras, cargadas de otros deseos: «Feliz Navidad, Íñigo».