Era nuestra última semana en Londres después de un año de fanfarrias inglesas y pintas al son del Támesis. Así que tras pasar tantas veces por la puerta del teatro, en nuestras idas y venidas a la cafetería que nos había reunido, olvidamos nuestros ridículos sueldos al comprar tres caras entradas para ver el musical de ‘Los Miserables’ en el West End. Corría el año 2006 y hoy, casi siete años después, recuerdo perfectamente el fuerte olor de la Señora Catherine y la nobleza con la que sorbía sus mocos bajo un pañuelo de seda blanca.
La Señora Catherine se sentó a mi lado y, la verdad, a priori me recordó más a Margaret Thatcher que a la dulce abuelita en la que terminó. Era seria, estirada y con las comisuras de los labios hundidas debajo de la barbilla. Vaya, que era muy inglesa. O, más bien, lo parecía, porque en realidad era francesa. “Francesa criada en Londres”, nos dijo. Su preciosa historia empieza, creo, en 1987, cuando entró al teatro a ver el musical de ‘Los Miserables’, días antes de tener que emigrar a Francia por motivos de trabajo. “Fue tan bonito, todavía cierro los ojos y veo las caras de los actores… La obra de Victor Hugo ha sido vital para mí”.
Resultó que la señora era profesora de Literatura en la Universidad y una enamorada absoluta de ‘Los Miserables’. Fanática, creyente y adoradora del escritor francés. “Yo estuve en el Barbican Centre, hace ya muchos años y -se entrecorta la voz- pensé que nunca volvería a escuchar la voz de Victor Hugo”. Claro que ella había venido muchas veces a Londres desde que marchó a París, pero nunca había tenido oportunidad de volver al teatro: “los amigos, los hijos, los nietos más tarde. Llegué a creer que no llegaría a tiempo, pero entonces murió mi marido”.
No nos explicó la relación entre volver al teatro y su marido, pero no me costó imaginarles a los dos, veinte años atrás, disfrutando del “I dreamed a dream”, escribiendo una especie de promesa no pronunciada pero tácita en las horas. La Señora Catherine empezó a llorar nada más subir el telón y no paró hasta la última nota musical. Y, como si hubiera notado mi curiosidad, como si sintiera que debía hacerlo, se giró, tras la ovación final, para contarme su sincero amor por Victor Hugo. Llevaba mucho tiempo queriendo escribir esta historia y Tom Hooper me ha dado la excusa. Me pregunto si la Señora Catherine sigue viva; me pregunto si ya habrá comprado su entrada para ir al cine.