Primera parte. Un señor que anda como un compás y, de tener punta de acero, rodaría como una peonza, dirige la expedición. Es una máquina imparable. Sus hijos, dos niños de unos diez años y una niña de algo menos, y su mujer, una señora de pelo rubio a lo Marge Simpson, rodean la zona de chucherías del cine mientras él se acerca a la taquilla. La eficacia es extrema: el hombre pide cinco entradas para ‘Turbo’ y el resto de la tropa se carga con refrescos, palomitas, dulces de chocolate, caramelos y una bandeja de nachos con queso.
El señor, con los pases en la mano, reúne a su familia antes de pagar la ‘comida’ y les advierte, con voz militar, que, tal vez, se han pasado un poco: «¡Y unos huevos!», grita. «¡Que nos vamos a dejar cien euros en la visitica al cine!» Los niños lloran y patalean, «¡por fi papi!»; la señora entorna el cuello y se pronuncia con quietud: «anda, un día es un día». El hombre se rebota, da un brinco contenido y, poseído por el mismísimo Capitán Haddock, maldice a los cuatro vientos: «¡Que sea la última vez!» La familia, feliz en su mayoría, entra en el pasillo donde se reparten las salas de proyección. Él, antes de entrar, sentencia: «esto es muy caro».
Segunda parte. Dos amigos se ríen con cierta malicia de un hombre con andares circulares. Antes de ir a comprar sus entradas a la taquilla, uno de ellos dice que tiene sed y que le apetece un refresco. Salen del recinto y entran a una pequeña tienda que se encuentra a diez pasos del cine, dentro del mismo centro comercial. «Una coca cola, por favor», dice. «Un euro con veinte, por favor», replica la dependienta. «Aquí tiene», sonríe finalmente.
Los dos vuelven a la taquilla, piden sus entradas y se topan otra vez con la familia mientras discuten por el excesivo gasto en chucherías. «Joder», se compadece el que compró el refresco. «Menudo picnic se están montando», añade. El otro, con una sonrisa maliciosa, señala un cartel con los precios del cine y sentencia: «Tu coca cola ha costado 1,20 euros. Aquí dentro, la misma, vale 2,70».