Celebrar la vida el día de tu muerte, ése es un concepto a importar. He perdido la cuenta de la cantidad de imbecilidades que nos traemos de fuera. Imbecilidades divertidas, sí, pero no tan importantes. El terreno del funeral es delicado y no me gustaría que malinterpretaran mis palabras. No pretendo insultar ni instruir sobre cómo debe afrontarse el duelo por una pérdida. Dios me libre. Pero siempre he pensado que tenemos mal planteados los funerales. Sobre todo en los pueblos, donde el culto al llanto y la desolación es excesivo. Sí. Si tuviera que importar una costumbre, traería los funerales de fuera. A la americana.
Llevamos años viendo escenas en las que la casa de la víctima se llena de amigos y familiares, con comida y brindis en memoria del fallecido. Una triste pero bella forma de despedir al que se fue. Como les digo, confieso que envidio esa forma de entender la muerte. O la vida. Ambas, incluso. Creo que esa ambición americana por convertir todo en un espectáculo, en conferirle un halo de final de película, sí que sirve para construir un espíritu común de superación. Y, por supuesto, el mito.
La despedida de Mandela ha sido una fiesta por todo lo alto. Un clímax digno de toda cinematografía que unió a amigos y enemigos alrededor de una figura que infunde esperanza. Porque todos morimos, pero sólo unos pocos elegidos serán ejemplo e inspiración para las generaciones venideras. Ejemplos que provocan el cambio y la unión de los opuestos, como el saludo entre Obama y Castro.
Ayer veía la tele y miraba los rostros de los sudafricanos que cantaban y vitoreaban y aplaudían a su Madiba. Había lágrimas, claro. Pero no eran lágrimas en silencio, solemnes, con la cabeza gacha y la luz a medio gas. ¿No les gustaría que hubiera una gran fiesta el día de su muerte? Tal vez, si, como sociedad, pensáramos en la herencia que dejamos al mundo y no en el dinero que acumulamos en vida, el clímax sería otro. Algo importante. Algo como lo de Mandela.