Jonah Hill quería ser actor. Los adultos y bien situados productores vieron en su rostro flexible y en su graciosa obesidad una excusa para convertirlo en una estrella de la nueva comedia americana. Un gamberro entrado en kilos que hiciera risa. Pero, claro, Jonah Hill quería ser actor. De comedia, de drama, de acción o de musical. De lo que sea, pero actor. Y así, como cualquier joven respetuoso con su vocación, aceptó ser, por el momento, el gordo entrañable. Sería el mejor gordo entrañable de la historia. Haría un trabajo excepcional para conseguir subir un escalón más en la carrera con la que soñaba mientras estudiaba en la Universidad.
No excluyó trabajos, desde ‘Supersalidos’ (Greg Mottola, 2007) a ‘Moneyball‘ (Bennet Miller, 2011); su carrera fue una constante ascendente en la que no discernió directores, géneros o ambiciones: él era un actor y así lo iba a demostrar, haciendo siempre el trabajo más profesional posible. Creció al amparo del público y la crítica, espoleado por las ovaciones y la expectativa de una industria que le ofreció encarnar personajes memorables.
Un día, Martin Scorsese apareció en su vida. No sabemos cómo fue esa negociación, pero el bueno de Jonah aceptó el trabajo más importantes de su carrera por 60.000 dólares, el mínimo establecido en Hollywood. Ciento setenta veces menos que lo ingresado por Leonardo DiCaprio. “Estaba decidido a trabajar con Scorsese en ‘El lobo de Wall Street‘ y daba igual el precio”, reconoció Hill en una entrevista.
Revisen, por favor, el caso de Jonah: empezar como un becario de la risa; luchar por un reconocimiento que, en apariencia, era imposible; demostrar una devoción absoluta por su trabajo; aceptar un sueldo rematadamente inferior al de generaciones pasadas para, simplemente, alcanzar el objetivo. ¿No lo ven? Salvando las distancias, Jonah Hill es un miembro más de la generación, de los hijos de la crisis, de los que ven cómo su trabajo vale cada vez menos y, sin embargo, cada día lo aman más.