‘La Gran Evasión’ es una de las películas de mi vida. Gracias a ella descubrí que las historias de escapadas, rescates y liberaciones guardan un espíritu, una metáfora, que, sin saber cómo ni por qué, todo el mundo entiende. Incluso un niño que no alcanza al tarro de las galletas. Creo que desde que somos conscientes de la vida aprehendemos que cada barrera superada es parte del milagro. Es como si viviéramos en una prisión formada de otras prisiones más grandes, como muñecas rusas que se engullen unas a otras; cada vez que conseguimos escapar de una, encontramos un reto más imponente. Estamos en continua escapada. Ya sea por los límites del parque, la altura del tarro de galletas, la dificultad de un examen, la búsqueda de la vocación, la comodidad familiar, una jubilación plena… Una muerte digna. Ver a alguien -a un héroe o a un villano o a ambos juntos- escapar de una prisión es un disparo rápido y fulminante a la parte del cerebro que gestiona nuestros retos. Ver a alguien superar cualquier prisión es una inspiración para escapar de todas las demás.
Fue en Primero o Segundo de BUP (lo que ahora sería Tercero o Cuarto de ESO). El profesor entró en clase cargado con el carro de las películas. Nos encantaba cuando entraban con el carro de las películas (¿recuerdan cuando había que pedir voluntarios para mover la televisión, ese enorme cubo que ahora sería ridículamente impensable?). Eso significaba que íbamos a ver un vídeo, lo que implicaba que no había que tomar apuntes y que podías enroscarte entre los brazos para disfrutar plácidamente de la película que fuera. La gran sorpresa fue lo que íbamos a ver: ‘Gandhi’. El profesor de Religión creía que la película sería la mejor clase posible para descubrir la figura del pacifista. Confesaré, si no mal recuerdo, que a la inmensa mayoría de mis compañeros le pareció un coñazo supino (tardamos tres clases enteras en ver la película). A mí me encantó. Después de todo, también era una huida hacia delante, una gran escapada.
Gandhi hacía la guerra de la paz. Quién le iba a decir que sus palabras terminarían alumbrando los cafés de la mañana en los sobres de azúcar.
Hace no tantos años –o eso me gustaría creer– comenté ‘Parque Jurásico’ con un amigo. Me decía que desde que vio la cinta se dedicaba a contar ‘Attenboroughs’ por la calle. «Sí, hombre, son ese tipo de ancianos que parecen directores de un parque de dinosaurios: calva, barba blanca y ropa del Coronel Tapioca». Le pregunté qué más películas había hecho Richard Attenborough y me miró extrañado. «¿En serio?», decía, «¿Atteborough? Tío, ¿no te suena? ¿El comandante Roger Bartlett de ‘La gran escapada’? ¿El director de ‘Gandhi’? ¿Hola?»
Fue uno de esos momentos en los que descubres que eres un ignorante.
Descanse en paz, señor Attenborough. Sin saberlo, le admiré desde el principio.