Existe un clímax del espectador que va paralelo al desarrollo de una serie de televisión. Pero, al contrario que una escena o un capítulo determinado, el estado de la persona no acaba con los títulos de crédito. Se mantiene en el tiempo como una obsesión involuntaria, como una escotilla perdida en una isla, como cuando estás perdidamente enamorado y todos los objetos del mundo hacen un guiño sobre ella; sobre la serie.
Es un hambre voraz que solo se sacia hablando. Cualquier excusa es buena para sacar el tema y lanzar la pregunta al aire, en busca de cómplices que, como tú, necesiten su ración de charla: “¿Habéis visto el último de…?” Si son ustedes consumidores habituales de series de televisión, ya saben a lo que me refiero. Es una dolencia fascinante. En fin, estoy obsesionado con ‘House of Cards’, ¿la vieron?
La trama política que protagoniza el ambicioso congresista Francis J. Underwood (Kevin Spacey) tiene el encanto realista de ‘The Wire’ y la poderosa destrucción de ‘Breaking Bad’. Un guión excelente que, sin embargo, no sería tan sobresaliente sin la presencia de Spacey. Él es ‘House of Cards’. Él y su arrollador carisma que doblega a los personajes que le rodean dentro y fuera de la pantalla.
Aunque sería injusto menospreciar al resto del casting, sobre todo a Robin Wright, que intrepreta a Claire Underwood bajo la certeza de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. Ambos, por cierto, ilustran hasta el extremo otra máxima:el fin justifica los medios… Y el poder merece todos los medios.
Estoy hipnotizado desde los primeros minutos del primer capítulo de la primera temporada. Y cada vez un poco más. Concretamente, cada vez que Underwood se dirige a la cámara para realizar una especie de oscuro confesionario de Gran Hermano con nosotros, los espectadores. Tengo la sensación de que, al conocer sus planes, soy parte de la trama, de la corrupción. Del pecado.