Tenían cara de no haberse comido la uvas. O, lo que es lo mismo, de haberlo hecho en la cadena equivocada. Estaban tan enfadados que ninguno se dio cuenta de que el taquillero estaba esperando que les entregaran sus entradas. Eran cinco amigos, de edades y rostros parecidos. Ese tipo de parecido que terminan guardando aquellos que se han criado juntos. Así que, suponiendo que efectivamente fueran amigos de toda la vida, el motivo del cabreo debía ser muy profundo. Muy enraizado. Muy real.
Una simpática señora les hizo saber a los muchachos que era su turno, que debían entregar los tickets en la puerta para que ellos, ella y el resto de espectadores que nos agolpábamos detrás pudiéramos, por fin, entrar en nuestra sala. “Chicos, que os toca”, les dijo. “Un segundo, señora, disculpe, denos un minuto, por favor, señora, sólo un segundo…”, respondió uno de ellos, totalmente cariacontecido.
La cara de la señora cambió de golpe, como si tuviera poderes psíquicos y acabara de leer en la mente de los chicos el problema que les acuciaba. Fue tal su empatía, que optó por sonreír, dar un minúsculo paso hacia atrás y cerrar con un “claro, no os preocupéis”. No se ustedes, pero al resto de la cola -todos los que no gozamos de telequinesia- nos corroía una curiosidad imperante. “¿Se puede saber qué pasa?”, preguntaba una chica, un par de cabezas más atrás.
Pasados unos segundos, uno de los muchachos sacó del bolsillo las entradas, las miró fijamente y las destrozó en pedacitos, como si se tratara de una carta del banco. “Nada, nos vamos”, sentenció. Los otros cuatro asintieron con la pena y el resuello de los soldados que siguen fiel a su capitán a la batalla. Salieron de la cola y se marcharon con pase lento pero decidido. La señora entregó sus entradas y suspiró un “pobrecillos”.
Desde entonces no hago más que preguntarme qué demonios les pasaría. Qué curiosidad.