El cariño con el que recordamos nuestro primer ordenador invita a dudar sobre la humanidad de las máquinas. Las teclas, al principio, eran parte de un juego que nos hacía parecer niños listos, capaces de dar vida a Frankestein sobre un mundo de letras fáciles y verdes que parpadeaban misteriosamente; comandos mágicos difíciles de entender.
La vida se ha convertido en una sucesión de pantallas en las que nos vemos reflejados. Nosotros y las ideas que nos habitan. Una pantalla es capaz de mostrar lo mismo que cualquier espejo común abandonado en el pasillo de casa. Pero, también, capaz de descifrar esa imagen en forma de palabras, colores, archivos, programas, carpetas, juegos, chats, álbumes, canciones, vídeos y un sinfín de recuerdos digitales para que nadie se pierda en eso que conforma nuestra existencia.
El medio, como decía McLuhan, se convierte en el mensaje. Sin darnos cuenta, las máquinas -móviles, ordenadores, tabletas- son confesionarios personales, protectoras de lo más lúcido y lo más oscuro de nuestra alma. Si un disco duro guarda nuestra memoria más querida, ¿en qué nos convierte a nosotros? ¿Qué no es máquina y quién no es humano? El juego de la similitud, de la identidad, de la imitación: The Imitation Game.
A veces, mueves el ratón y navegas por la pantalla como si todo formara parte de un mismo peliculón. Una grande e imponente historia en la que hombres y máquinas compartimos protagonismo en una única red. Cada uno su historia. Historias que revolucionan el íntimo concepto del ser humano, de su sociedad, de este universo nuestro y su destino. Todo lo conseguido es parte de la solución de un problema mayor, de una ecuación mayor. De una herencia que vive siempre en el reflejo de la pantalla.
(Si tardan menos de seis minutos, me llaman.
Clave= P1-19; P2-20; P4-27; P4-43; P1-4; P1-42; P3-50; P4-81; P3-19; P1-45; P2-9; P1-55.
P3-34; P2-4; P4-62; P2-46; P4-54, P3-10, P3-55; P2-3; P2-72; P3-69; P3-70; P3-71: P4-19.)