Con el tiempo he aprendido a desconfiar de todo el que tiene claro su voto desde el principio. Nunca creí en aplicar la lógica deportiva a la política, cosa que sucede con demasiada frecuencia. Tampoco creo en la política como una estética. Me revienta que se apliquen estereotipos ideológicos como si fueran una cualidad física (el hecho de llevar una camisa o un polo o zapatos; el hecho de llevar una camiseta o unos vaqueros o zapatillas). Nada es tan sencillo ni evidente. Y aceptar que en tu casa se hacen -o se han hecho- cosas mal, me parece un ejercicio sanísimo. Sin embargo, lo español va por otra línea: «la crítica constructiva no existe, o conmigo o contra mí».
Y, pese a todo, pese a que no me encuentro en esta amalgama de política carente de líderes, sí creo en el voto. Creo en votar. Creo en el acto de levantarse del sillón, salir a la calle, buscar una urna y lanzar la papeleta. Creo que lo que hacemos como grupo va por encima de lo que hagan después los políticos. Porque, a fin de cuentas, sus hechos serán los que, de alguna manera (de esa manera que es la peor de todas las opciones sin tener en cuenta a todas las demás), reflejen lo que somos.
Una sociedad que piensa lo que quiere ser demuestra salud mental. Lo contrario, dejarse llevar por la estética, porque ‘yo soy de este partido’ o por el ‘esto no sirve para nada’, es como querer tirar un muro a voces. Votar. Votar lo que sea, pero votar. Votar a conciencia. Eso es dar un martillazo en la piedra.
Me viene a la cabeza el discurso de Cantinflas en ‘Su excelencia’ (1967), que resonaba en la casa de la abuela un domingo por la tarde: «Estamos viviendo un momento histórico en que el hombre científica e intelectualmente es un gigante, pero moralmente es un pigmeo (…) Sin embargo, sé que a pesar de la insignificancia de mi país que no tiene poderío militar, ni político, ni económico ni mucho menos atómico, todos ustedes esperan con interés mis palabras ya que de mi voto depende el triunfo de los Verdes o de los Colorados».