Up y Giacchino

Una gran banda sonora es como el aroma que deja el perfume al pasar. Aunque estemos a cientos de kilómetros de distancia, la segunda vez que lo olemos revivimos, irremediablemente, la misma calle, el mismo cielo, aquella chica. ¿Cómo no sentir los golpes de Apollo al escuchar la fanfarria de «Rocky»? ¿Cómo no levantar el dedo con el tintineo de «E.T.»? ¿Cómo no pedalear con «La Vida es Bella»?

La Banda Sonora Original (BSO) suele quedar relegada a un segundo plano a la hora de valorar una película. Tremendo error. Ellas tienen el poder de convertir el drama en comedia, la alegría en terror, la arenga en mística y un diálogo cualquiera en pura pasión. Posiblemente, en los últimos veinte años el compositor más destacado del panorama haya sido John Williams ( «Tiburón», «La lista de Schindler», «La Guerra de las Galaxias»). Sin embargo, hay un músico que, partitura a partitura, ha conquistado mi corazón: Michael Giacchino.

Giacchino es el responsable de la música de «Star Trek», «Ratatouille», «Perdidos», «Misión Imposible 3″… Y, por supuesto, «Up». Si recuerdan el principio de la cinta animada de Pixar, en los primeros minutos no hay ni una palabra. Sólo música. La música se convierte en un maravilloso actor que dobla los diálogos inexistentes de Carl Fredricksen, un anciano de 78 años, con su mujer. Diez minutos que pasarán al limbo del Cine por unir, de una manera tan magistral, lo nuevo con lo viejo, al cine mudo y clásico con la mejor animación por ordenador. Y esa fusión tan especial sería imposible sin el genio de Michael Giacchino -por el que ha ganado el Globo de Oro a mejor BSO-.

Hace casi un año tuve la suerte de conocer en persona a Mr. Giacchino. Fue en el «Festival BSO Spirit de Úbeda» -un encuentro altamente recomendable-, donde, además de ponernos los pelos de punta mientras dirigía a la orquesta en el Hospital de Santiago, quedó patente su humildad y cercanía. El último día del festival, durante la firma de discos, Giacchino garabateó, a carcajada abierta, el Ipod de un friki que no había llevado ningún cedé. Sí, mi Ipod es más chulo que el tuyo.

Sherlock Holmes (y II)

El Sherlock Holmes de Guy Ritchie tiene mucho en común con el Jack Sparrow de Piratas del Caribe. Salvando las distancias evidentes, ambos personajes son una reinvención poco esperada pero que, por su originalidad, resultan tremendamente atractivos. Robert Downey Jr. (Iron Man, Tropic Thunder) borda al excéntrico y astuto inglés con una estética muy de cómic que no olvida las raices de sir Arthur Conan Doyle. Pero Holmes no sería nadie sin la inestimable presencia de Jude Law (Closer, Alfie), un Watson siempre fiel, muy alejado del típico secundario puesto en escena para exaltar las bondades del protagonista. La química entre Holmes y Watson es, sin duda, el motor que hace que sea una película, por encima de todo, divertida. E ingeniosa.

La versión más ‘pulp’ de Sherlock Holmes es un compendio de todas las versiones del detective de Baker Street. Y, por supuesto, bebe mucho de una de las series más laureadas de los últimos tiempos -cuyos guionistas siempre han subrayado su inspiración ‘Holmesiana’-: House. Ambos hacen gala de una inteligencia detallista, razonada y secuencial, unida a un sentido del humor muy negro, crudo y basto. Incluso la convivencia del tándem House-Wilson es tan rica en detalles como la de Holmes-Watson.

El otro gran personaje de la cinta -Rachel McAdams, la chica, es un pelín sosa- es la ciudad de Londres. Una Londres cuidada que Holmes se afana en tocar y oler, consiguiendo que Picadilly o Trafalgar Square sean extremadamente palpables. Ritchie se ha volcado en llevar la gloria de su tierra a la gran pantalla con el cariño y la admiración de un hijo.

Ritchie, además, acierta en la forma de presentarnos a los personajes. Sabedor de que todo el mundo sabe quién es Sherlock Holmes, abandona cualquier descripción formal para, en los primeros minutos del film, mostrarnos sus habilidades físicas, investigadores y locuaces, dejando claro que este Holmes no es tan “elemental, querido Watson”.  Y sí, hay violencia. Pero no tanta como cabría esperar del director inglés, hasta puede resultar elegante. Seguiremos atentamente la sombra de Moriarty en la secuela anunciada para 2012, cómo no.

Sherlock Holmes (I)

Sherlock Holmes es un detective de lo más singular, sigue cualquier pista hasta dar en el clavo. Sherlock Holmes, es el único y genial. Con su lupa, con su pipa y con su gabán es inconfundible, el terror de los cacos. Sherlock Holmes, como él, no hay otro igual”. Esta poesía modernista de los siempre recurrentes e inspiradores ‘Parchis’ (chavales, Parchis: grupo musical integrado por seis niños que cantaban canciones chachis y actuaban en películas felices que hoy no tendrían ningún éxito y que los más frikis ochenteros las guardan como trofeos culturales. Pero vamos, que ahí tenéis Google y Youtube para formaros en el folclore español) servía de banda sonora al anime japonés Sherlock Holmes. Una de esas series de dibujos animados -cuando las mañanas y las sobremesas de la televisión aún no habían sido infectadas con corazones podridos y telenovelas baratas- que todos recordamos con cariño (junto a Willy Fox, Marco, Heidi, etc).

Mal que pese al sistema educativo español, para mí, como para tantos otros, la primera vez que me presentaron al personaje de Arthur Conan Doyle tenía orejas, hocico y rabo. El perro, pese a ser inglés y tomar té a las cinco, no era el original. Pero me encantaba. Unos años después me lo volví a cruzar, esta vez, en una película que ponían en la televisión: ‘El secreto de la Pirámide’ (1985, Barri Levinson). Sherlock Holmes pasó entonces a ser un adolescente con aires de un nonato Harry Potter -pero con carisma- que seguía su instinto para descifrar el enigma de su colegio. Aquél tampoco era el original, pero, igualmente, me cayó simpático.

Ahora, después de un perro que hablaba y un niño que vivía en Hoggarts, nos dicen que el Sherlock Holmes más fiel a la novela no era sólo sagaz e inteligente. También un rudo, maleducado, fortalecido, alcohólico, jugador, vicioso y mujeriego inglés. O, lo que es lo mismo, un Robert Downey Jr. Así nos lo pinta Guy Ritchie (Rockanrolla) en su última aventura con un reparto que completan los guapos Jude Law y Rachel McAdams. Tengo ganas de conocer a este detective. Ya les cuento.

Un tipo serio

Es una película frustrante. Y, precisamente ahí, en la tremenda frustración que sentirán al ver por última vez la cara de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg) reside el éxito de la última película de los Hermanos Coen (‘No es país para viejos’, ‘Quemar después de leer’). ‘Un tipo serio’ cuenta la historia de Larry, un judio honesto y trabajador, profesor de Física en una Universidad americana, que vivirá la peor racha de toda su vida en 1967.

De buenas a primeras, Larry se verá envuelto en un divorcio, una muerte, un accidente de tráfico, un hijo adolescente aficionado a la marihuana, un hermano pirado y extravagante, la extorsión de un alumno, problemas de liquidez y la contratación de un servicio telefónico que él nunca pidió. Para superar la situación, los Coen nos proponen una historia dividida en capítulos en los que distintos rabinos intentarán guiar su espíritu hacia la felicidad.

El personaje de Michael Stuhlbarg (nominado al Globo de Oro a mejor actor) es sencillamente genial. Con un rostro flexible y unas cejas extremadamente expresivas, consigue transmitirnos la impotencia que siente cada vez que se desmorona un poco más su mundo. Una impotencia que el espectador traducirá, posiblemente, en unas ganas irremediables de ‘Tarantinizar’ la película para ver como mueren degollados, uno a uno y lentamente, los personajes que rodean al pobre Larry Gopnik. Hacia el final de la película, se sorprenderán animando al tipo a convertirse en aquel Michael Douglas que mandaba todo al carajo armado de una metralleta en ‘Un día de furia’ (Joel Schumacher, 1992).

Sin embargo, los Coen hilan fino y saben jugar con esa empatía para, al final, sorprenderles con un final que no se esperan. Que les chocará y les hará exclamar un sonoro “¡¿qué?!” Un final que requiere de abono, de tiempo y café para llegar a entender todas las sutilezas que, minuto a minuto, plantaron los Coen en el que es, quizás, el guión más extraño -y biográfico- de toda su carrera. Resumiría la filosofía de la película en una frase de Larry, durante una de sus clases de Física: “El Principio de Incertidumbre prueba que nunca podremos saber qué demonios está pasando. Pero, aunque no entendáis nada, os pedirán cuentas de esto en el examen final”.

El Mago de Oz

Mi mesa de trabajo está desordenada. Me gusta así. Diariamente apilo un periódico tras otro, con la estricta jerarquía de la fecha solapada en la portada. Es mi manera de otorgarles vida más allá de su contrato. Papeles, bolígrafos, dos agendas (la antigua y la nueva), lápices de colores, cds, post-it pegados por todas partes… A veces me pongo a pensar en el torbellino que provocó el desbarajuste. Quizás la dejadez. O el despiste. Y, entonces, miro por el gran ventanal que tengo en frente. Últimamente se repite la misma escena: lluvia, viento e incluso nieve.

Hoy, con los árboles haciendo malabares para no caer tumbados y las ramas yendo y viniendo sin orden ni concierto, me sentí un poco como Dorothy, sentada en la granja de Kansas mientras la vida pasa fuera. Lo malo de estar continuamente informado -gajes del oficio- es que eres muy consciente de la penuria que provoca el temporal: Valderrubio hundido, Andújar invadida por el Guadalquivir, Motril arrasada, capitales empantanadas.

¿Se imaginan que de tanto viento y tanta lluvia las casas se arrancaran del suelo? ¿Que su hogar o su oficina salieran disparados al cielo, dentro de un remolino provocado por no sé qué brujería? Yo me lo estoy imaginando ahora mismo. Menudo follón poner todo en su sitio otra vez. El caso es que creo que películas como El Mago de Oz se hicieron para días (¿temporadas?) como ésta. Momentos en los que, hastiado por no ver el sol, imaginas que tu oficina cae en el País de Oz, arrinconada por la ironía de un león cobarde, un corazón de hojalata y la estupidez de un espantapájaros.

Al menos yo, no sé usted, decidí nacer en el sur porque me aseguraba ver luz real, viva, con una frescura rutinaria. Era el orgullo de saber que los caminos de baldosas amarillas terminan aquí, cerca del Mediterráneo, bajo Despeñaperros. Ahora, después de varias semanas, me sorprendo golpeando los talones mientras busco, en algún lugar sobre el arcoiris, la ciudad de la que me enamoré.

En fin. Madre mía, como tengo esto. Será mejor que escriba un post-it para no olvidarlo: “Ordena la mesa”

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